viernes, 16 de octubre de 2020

dignidad


La pérdida de trabajos a causa de la tecnología y la deslocalización ha coincidido con la sensación de que hoy es asimismo menor el respeto que la sociedad confiere al tipo de labores que la clase obrera desempeña. Ahora que el centro de gravedad de la actividad económica se ha desplazado desde la fabricación de cosas hacia la gestión de dinero, y que la sociedad colma de recompensas desproporcionadas a los gestores de fondos de cobertura, los banqueros de Wall Street y otros miembros de la clase de los profesionales cualificados con formación universitaria, la estima que merecía el trabajo entendido en el sentido tradicional del término se ha vuelto frágil e incierta.

Los partidos y las élites tradicionales ignoran esta dimensión de la política. Piensan que el problema de la globalización impulsada por el mercado solo es una cuestión de justicia distributiva, que quienes han salido ganando con el comercio globalizado, las nuevas tecnologías y la financiarización de la economía no han sabido compensar adecuadamente a quienes han salido perdiendo con estos fenómenos.

Con ello, sin embargo, hacen una interpretación errónea de la queja populista. También ponen de relieve un defecto del enfoque tecnocrático de gobierno. Al proceder en nuestro discurso público como si fuera posible externalizar el juicio moral y político hacia los mercados, o hacia los expertos y los tecnócratas, el debate democrático ha quedado vacío de significado y de sentido. Estos vacíos de significado público acaban siendo inevitablemente llenados por unas formas crudas, autoritarias, de identidad y pertenencia, ya sean en la modalidad de un fundamentalismo religioso o en la de un nacionalismo estridente.

Eso es lo que estamos presenciando en la actualidad. Cuatro décadas de globalización impulsada por el mercado han vaciado el discurso público, han desposeído de poder a los ciudadanos corrientes y han propiciado una reacción populista adversa que trata de revestir nuestra desnuda arena pública con un manto de nacionalismo intolerante y vengativo.

Para revitalizar la política democrática, es necesario que encontremos el modo de potenciar un discurso público más robusto desde el punto de vista moral, un discurso que se tome más en serio el corrosivo efecto que el afán meritocrático de éxito tiene sobre los lazos sociales que constituyen nuestra vida común.

***

Cualquier respuesta seria a las frustraciones de la clase trabajadora debe combatir la condescendencia de la élite y el prejuicio credencialista que tan común se ha vuelto en la cultura pública. También debe situarse la dignidad del trabajo en el centro de la agenda política. No es tan fácil como podría parecer. Desde diferentes tendencias ideológicas, se tiende a manejar ideas contrastadas de lo que significa que una sociedad respete la dignidad del trabajo, sobre todo en una era en la que la globalización y la tecnología, reforzadas por una apariencia de inevitabilidad, amenazan con socavar tal dignidad. Sin embargo, la manera en que una sociedad honra y recompensa el trabajo es fundamental para su modo de definir el bien común. Pensar a fondo en el significado del trabajo exige de nosotros que afrontemos unas cuestiones morales y políticas que, de otro modo, tratamos de eludir, pero que nos acechan, desatendidas, bajo la superficie de nuestros descontentos presentes: ¿qué se considera que es una contribución valiosa al bien común y qué nos debemos los unos a los otros como ciudadanos?

***

La dignidad del trabajo es un buen punto de partida. De entrada, es un ideal que provoca poca controversia. Ningún político se pronuncia en contra de él. Pero toda agenda política que pretenda tomárselo en serio —es decir, tratando el trabajo como un espacio para el reconocimiento— suscitará preguntas incómodas tanto para los liberales progresistas como para los conservadores de los partidos tradicionales. ¿Por qué? Porque pondrá en cuestión una premisa ampliamente compartida por quienes defienden la globalización basada en el mercado: la idea de que los resultados del mercado reflejan el verdadero valor social de las contribuciones de las personas al bien común.

Si pensamos en las remuneraciones, la mayoría estaríamos de acuerdo en que lo que las personas cobran por hacer sus diversos trabajos exagera o subestima en muchos casos el verdadero valor social de las tareas que realizan. La pandemia de 2020 condujo a muchos a reflexionar, aunque fuera de un modo fugaz, en la importancia de las tareas realizadas por cajeros, repartidores, cuidadores y otros trabajadores esenciales pero remunerados modestamente. Solo un ferviente libertario liberal insistiría en defender que la contribución que un acaudalado magnate de los casinos hace a la sociedad es mil veces más valiosa que la de un pediatra. En una sociedad de mercado, sin embargo, cuesta resistirse a la tendencia a confundir el dinero que ganamos con el valor de nuestra contribución al bien común.

Esta confusión no solo obedece a una reflexión poco rigurosa. No acabaremos con ella simplemente elaborando y proponiendo argumentos filosóficos que revelen sus defectos. Es un reflejo del atractivo que ejerce la esperanza meritocrática de que el mundo esté dispuesto de tal forma que todos recibamos aquello que nos merecemos. Es la misma esperanza que ha alimentado el pensamiento providencialista desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta las referencias actuales al hecho de estar «en el lado correcto de la historia».

En las sociedades impulsadas por el mercado, interpretar el éxito material como una señal de merecimiento moral es una tentación persistente, pero es también una tentación a la que es preciso que nos resistamos reiteradamente. Una manera de hacerlo es debatiendo y poniendo en práctica medidas que nos insten a reflexionar, de forma deliberada y democrática, qué se considera que es una contribución verdaderamente valiosa al bien común y cuándo no son certeros los veredictos del mercado.

No sería realista esperar que un debate así vaya a concluir en un acuerdo; la del bien común es una definición inevitablemente discutible. Sin embargo, un renovado debate sobre la dignidad del trabajo trastocaría nuestras complacencias partidistas, vigorizaría moralmente nuestro discurso público y nos conduciría más allá de la polarizada contienda política que nos han legado cuatro décadas de fe en el mercado y de soberbia meritocrática.



Michael J. Sandel, La tiranía de la meritocracia. ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, Barcelona, 2020.

Trad. de Albino Santos Mosquera

sábado, 10 de octubre de 2020

los otros

      (...) Para colmo «en algunos países de llegada, los fenómenos migratorios suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos. Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente cerrada y replegada sobre sí misma». Los migrantes no son considerados suficientemente dignos para participar en la vida social como cualquier otro, y se olvida que tienen la misma dignidad intrínseca de cualquier persona. Por lo tanto, deben ser «protagonistas de su propio rescate». Nunca se dirá que no son humanos pero, en la práctica, con las decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos valiosos, menos importantes, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces ciertas preferencias políticas por encima de hondas convicciones de la propia fe: la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno.

Papa Francisco, Fratelli tutti, Encíclica, octubre 2020.

viernes, 9 de octubre de 2020

nobel

Un mito sobre la entrega

Cuando Hades decidió que amaba a aquella chica
le construyó una réplica de la tierra;
todo era igual, incluso el prado,
pero con una cama

Todo igual, hasta la luz del sol,
pues para una joven sería difícil
pasar tan deprisa de la luz a la total oscuridad.

Pensó en introducir la noche poco a poco,
primero como sombras de hojas que se agitan.
Después luna y estrellas. Y más tarde sin luna y sin estrellas.
Que Perséfone se vaya acostumbrando, pensó él,
al final lo encontrará reconfortante.

Un duplicado de la tierra
sólo que en él había amor.
¿No es amor lo que todos quieren?

Esperó largos años,
construyendo un mundo, observando
a Perséfone en el prado.
Perséfone, la que olfateaba, la que degustaba.
Si te apetece una cosa
te apetecen todas, pensó él.

¿No quiere todo el mundo sentir por la noche
el cuerpo amado, brújula, estrella polar,
oír la respiración tranquila que dice
estoy vivo y que significa también:
estás vivo porque me oyes,
estás aquí, a mi lado; y que cuando uno se gire,
se gire el otro?

Eso es lo que sintió el señor de las tinieblas
al mirar el mundo que había
construido para Perséfone. No se le ocurrió siquiera
que allí no se podría olfatear.
Ni comer, eso es seguro.

¿Culpa? ¿Terror? ¿Miedo de amar?
Él no podía imaginarse tales cosas,
ningún enamorado se las imagina.

Él sueña, se pregunta cómo llamar a ese sitio.
Piensa: El Nuevo Infierno. Después: El Jardín.
Al final decide que se llame
La infancia de Perséfone.

Una tenue luz despunta sobre la bien trazada pradera,
detrás de la cama. Él la coge en brazos. Quiere
decirle: Te quiero, nada puede dañarte

pero cree
que es mentira, y al final le dice
estás muerta, nada puede dañarte,
lo cual se le antoja
un inicio más prometedor, más verdadero.


Louise Glück, Averno, Pre-Textos, Valencia, 2011

trad. de Abraham Gragera López y Ruth Miguel Franco

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

héroes

Por si no lo supieras, Marta Rebón es escritora (todo traductor, toda traductora, lo es, y la lista de las traducciones de Marta -sobre todo del ruso al castellano y al catalán- es nutrida). Y es la suya una escritura precisa, clara y distinta (¿cartesiana?), fluida y, quizás por eso, elegante.

No hace mucho he descubierto un par de artículos suyos que condensan pensamientos, claros como su escritura, útiles a modo de guía para tiempos inciertos. Y quiero compartir aquí algún retazo de los mismos que es, al tiempo, una invitación a visitarlos.

Tengo pendiente ponerme a la lectura -y espero que al disfrute/la fruición- de En la ciudad líquida.  

 

(...)

Los "héroes", según Platón, se definían por ser capaces de preguntar. En la actual era pandémica deberíamos mostrarnos "heroicos", en el sentido de saber formular las preguntas correctas, a salvo de ese otro virus que emponzoña nuestra vida pública. Me refiero al de la polarización y el enfrentamiento que, si por un breve instante pareció eclipsarse, no tardó en aflorar de nuevo. El nombre "héroe", añadía el filósofo griego, no se aleja demasiado del de "amor" (eros). Semidioses, los héroes nacieron del amor entre un dios o diosa por un o una mortal. A médicos, enfermeras, limpiadores y demás servicios públicos los hemos elogiado llamándolos héroes por su predisposición a "amar" mediante el cuidado. Y ellos, aun agradeciendo aquellos aplausos, nos recordaron que también son mortales y que trabajaban sin el equipamiento necesario para hacer de dioses.

El descrédito de las humanidades discurrió en paralelo a la merma de recursos para la ciencia. Son los dos saberes que guían la buena toma de decisiones. Tanto el primero como el segundo coinciden en subrayar la importancia de lo concreto. Y así lo expresaron médicos escritores como William Carlos Williams -"no hay ideas sino en las cosas"-, Mijaíl Bulgákov -"un hecho es la cosa más obstinada del mundo"- o Antón Chéjov, que exhortaba a los lectores a "no generalizar, a prestar atención a los detalles, a centrarse en lo particular". Hoy, lo concreto son las mascarillas y los respiradores -estos últimos en manos de un oligopolio-, pero también las buenas preguntas.

Debemos pensar.

 

martes, 28 de julio de 2020

prólogo




Prólogo


A pesar del ¡hágase!, el mundo no comienza con palabras. O quizás sí, que no acabó de estar del todo hecho hasta que las cosas todas no tuvieron su nombre cada una. Pero lo cierto es que, sea como sea, es solo con palabras como damos cuenta de él, y con palabras se explica (y se entiende). Y es así como nace el mito, y también la poesía nace así, y la razón y la ciencia. El logos, en definitiva. Que alumbra y crea el mundo universo con sus cosas, su desazón y sus pasiones.
La nostalgia es una de esas pasiones, cuya duración se mide por el tiempo exacto en que tardamos en poner en palabras los sentimientos, aunque no sean estos -lo son siempre y lo son todos- otra cosa que destilación del alambique de la memoria, que los decanta de modo que jamás se sabe finalmente si los alumbra o los oscurece, si mitiga sus aristas o las aviva. Habría que volver allí, y entonces, para cerciorarse. Y ni aún así.
De lo que sí podemos estar seguros es de que las trampas de la memoria, aun siendo muchas y muy aplicadas, nunca consiguen traicionar del todo nuestros recuerdos si vienen acompañados de una emoción, un color, una caricia. Tal que la de un viento que trae hasta la paramera la brisa de un mar de espigas, de ese mismo mar que fue antaño aquella: el mismo de todos los veranos, ahora tierra adentro.
Enrique ha puesto en palabras los colores de su primera adolescencia, el sonido de sus juegos, los sabores de la merienda, la monótona andadura de una mula, los latines -es un decir- del abuelo o el gozo insondable de las siestas no dormidas. Y así, en relatos que gustan de la brevedad, muchos de ellos apenas si un apunte, un retazo, se aproxima a la magia que quizás solo el cine pueda mejorar de hacer que lo cotidiano se trueque en sagrado (gracias, John Berger), y en sublime lo sencillo. Solo así se entiende que la riqueza consista en que no escaseen las cerillas.
Celebración gozosa del verano -permiso para unos, para otros vacaciones-, de los veranos. Historias mínimas y, quizás por eso, eternas, universales para un niño de allí, de entonces, aunque fuera solo por el tiempo del calor y los Oficios. Impresiones, mucha ternura, y ganas también de hacer justicia, quiero pensar, a quienes el tiempo, la historia y algún que otro turbión se la negaron.
Entre aliagas, támaras y caléndulas (¡qué bien y suave suena: ca-lén-du-la!), el mundo de Enrique de allí y de entonces cabe en los límites que señalan los pairones. Un allí donde el futuro está en marcharse, trasterrados que nunca acabaron de irse. Un entonces cuando don Fernando y la maestra y Lorenza y un cuarto sin armario de la chica que se fue a servir. Un aquí, ahora, donde el pozo Airón sigue siendo un hondón al que no se le conoce fin. Y para cuando las cuentas no cuadran, ¿acaso alguien duda de que no hay instrumento mejor que una buena tarja?
Enrique, minucioso para los colores y los sentimientos, recupera de entre la bruma de la memoria las historias de un tiempo que no será ya nunca un tiempo ido. Y envuelta en palabras y de palabras hecha, nos devuelve esa memoria como testimonio de que hubo una España que nunca será vacía. Así la fuerza y el poder de la evocación y del recuerdo. Ya sin nostalgia.

domingo, 19 de julio de 2020

aventis




¡ay, no seas bruto, que me haces daño...! —Se tapó el pecho con los brazos, notaba aún los dientes de él, pero no recogió la mirada anhelante ni la ternura de su mano acariciando su pelo, de modo que siguió hablando—: ¿Lo ves?, todos sois iguales, y luego qué, también de eso os cansáis,... qué haces, por favor...— Su voz perdía firmeza, se fue haciendo líquida—. Eso no, sabía que pasaría eso... ¿Qué vas a pensar de una chica que se deja...? Pero dime, ¿estas motos también son robadas? Aunque a ti por lo menos nunca te he visto borracho ni haciendo gamberradas por el barrio, es la verdad, las cosas como sean... Eso no, te digo. ¿Cómo puedes pensar que yo..., dónde crees que tiene una la honra?
Él la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su entrepierna estaba tan helada... Se ladeó apretando los dientes con rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz hasta que se le saltaron las lágrimas.

***

Y todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha, prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero, todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución bajo el sol...
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.

***
¿Quiere usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando, de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas. Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo. “¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”. “Y ¿le has llamado...?”, preguntó la otra. 

Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1972


miércoles, 1 de julio de 2020

ocho

te seguiré contando los años de uno en uno
tantos como la vida alcance hasta borrar
del eco del tiempo la rabia y la tristeza

tu sonrisa la dosis necesaria
en ese barco azul que os lleva a las hermanas
aguas que acunan un amor que se acrece cada día

a menudo me acerco hasta el retrato por no olvidar tus ojos
a tomarme el remedio de tu serena ternura y seguir
viviendo los días de esta vida para siempre ya prestada

y hablar contigo un rato largo cada tarde
todas las tardes cuando la luz declina
y más a la noche si el día se vuelve torpe y espeso

y en esos días lentos con la cruz a cuestas y la vida en vilo
te sueño a veces
y es nueva la luz que renace y me ilumina

son tiempos de mucha desazón amor
estos que ahora nos recorren
y no serán bastantes las palabras con que aliviar los desconsuelos

más pobres los pobres como es costumbre
y el miedo del sálvese quien pueda que me agita
ahora que es mañana de calor y de añoranza

y de amor, amanda, cuando tu abrazo y tu paz espero

miércoles, 24 de junio de 2020

llamadas

No las he buscado, pero me han venido hoy solas y como de puntillas. Enredo entre libros (El Boomeran(g), El Cultural, Zenda, Los diablos azules...) y me llaman. 

En uno de los escritos, VGP concluye así : 'Por tanto, pobreza es en general que exista una sociedad en la cual la inmensa mayoría de los que viven en ella estén excluidos de la simbolización y el conocimiento debido a la miseria social, la opresión, la injusticia y la esclavitud.'

En el otro es RN quien ejemplifica la austeridad de Spinoza/Espinosa: 'Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez.'

Pues eso, que puede que -sin cambiar el aforismo- vivir consista en filosofar. Siempre, claro, que sea de lo que importa. 

jueves, 4 de junio de 2020

cerezas

LENGUAJES VEGETALES DE MI PAÍS VACIADO

¿Nos vamos a negar a las flautas de junio?
La vida está en el centro del círculo del año
como una emperatriz de manto verde,
embriagada. Obedecen las plantas, las mareas,
las nébulas, los apareamientos.
 
Nuestra es la noche. Goce como urgencia.
¿La danza de la muerte?
La danza de lo vivo lo viviente lo vivido.
¡La danza de la vida!
Rituales reinventables, fluidos
y poco sistemáticos. De lavados y baños,
y de quemas, de saltos y de danzas. Había que lavarse
la cara en una fuente. Echar en agua pétalos
de clavel o geranio —decía una vecina—
y la piel resplandece y salen novios.
En la fuente, a las doce, una anciana que ríe sin parar
se moja con el agua de San Juan los genitales
y renueva, tras siglos, el gesto de Baubó.
Desnudarnos, al fin, con la ayuda del agua,
del fuego y de la noche. ¿Qué nos mueve, tan hondo,
tan sensual, tan arcaico? ¿De qué barrancos salta
este torrente loco?
Nadie quiere dormir y nadie duerme.
Porque la capa verde de la vida
pasa empapándonos esta sola noche.
Había adolescentes en grupos, trasnochando.
Hubo una vez costumbre de decir
el deseo con ramas de frutales.
A las niñas amables, cerezas que colgaban
de ramas relucientes. A las locas y raras,
retorcidos ramajes de frondosas higueras.
Por boca de las ramas hablaremos:
con el regazo lleno de cerezas
serán más amorosas las puertas del verano,
será jovial la pura medianoche
y el cénit sentiremos como cuna
para acostar los sueños que elevamos
como ramas nacidas de los cuerpos.

Traducir los lenguajes vegetales
de un mundo que se seca.
Hablemos, hablemos con los árboles.
Unirnos a los ímpetus radicales del tiempo
y cuidar lo que junio nos ofrece.


Aurora Luque, Gavieras*. Visor Libros, Madrid 2020
*premio Loewe de poesía

jueves, 14 de mayo de 2020

virus


     Por eso es un error la postura de aquellos que ven la crisis como un momento apolítico en el que el poder estatal debería cumplir con su deber y nosotros seguir sus instrucciones, con la esperanza de que en un futuro no muy lejano se restaure algún tipo de normalidad. Deberíamos seguir aquí a Immanuel Kant, que escribió en relación con las leyes estatales: «¡Obedeced, pero pensad, mantened la libertad de pensamiento!» Hoy en día necesitamos más que nunca lo que Kant denominaba el «uso público de la razón». Está claro que las epidemias regresarán, combinadas con otras amenazas ecológicas, desde sequías hasta plagas de langostas, de manera que es ahora cuando hay que tomar decisiones difíciles. Esto es lo que no comprenden los que afirman que se trata simplemente de otra epidemia con un número relativamente pequeño de muertos: sí, no es más que una epidemia, pero ahora vemos que las advertencias anteriores acerca de estas epidemias estaban completamente justificadas, y que no van a tener fin. Naturalmente, podemos adoptar una «prudente» actitud resignada de «han ocurrido cosas peores, no hay más que pensar en las plagas medievales...». Pero la mismísima necesidad de esta comparación ya dice mucho. El pánico que estamos experimentando da fe de que está ocurriendo algún progreso ético, aun cuando a veces sea hipócrita: ya no estamos dispuestos a aceptar las plagas como nuestro destino.
     Ahí es donde aparece mi idea de «comunismo», no como un sueño inconcreto, sino simplemente como el nombre de lo que ya está sucediendo (o al menos lo que muchos perciben como una necesidad): medidas que ya se están contemplando, e incluso haciendo entrar en vigor parcialmente. No es la visión de un futuro luminoso, sino más bien un «comunismo del desastre» como antídoto al «capitalismo del desastre». El Estado no solo debería asumir un papel mucho más activo, reorganizando la fabricación de los productos más necesarios, como mascarillas, kits de pruebas y respiradores, requisando hoteles y otros complejos de vacaciones, garantizando un mínimo de supervivencia a todos los desempleados, etc., sino hacer todo esto abandonando los mecanismos del mercado. Solo hay que pensar en los millones de personas, como los que trabajan en la industria turística, cuyos trabajos, al menos en algunos casos, se perderán y ya no tendrán sentido. Su destino no se puede dejar en manos de los mecanismos del mercado o de estímulos puntuales. Y no nos olvidemos de los refugiados que todavía intentan entrar en Europa. ¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un destino atractivo para ellos?
     Hay dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará? No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente que todo el mundo se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún comunista.
     Las líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la intolerancia hacia las demás razas y culturas, y hacia las minorías sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra» para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, no es más que un estúpido mecanismo que se autorreplica.
     Esto es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de «olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Solo a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad unificada.


Slavoj Žižek, Pandemia, Editorial Anagrama, Barcelona, 2020
traducción de Damià Alou

martes, 21 de abril de 2020

in memoriam (con gratitud)


Un razonable orgullo de la España
democrática y de progreso

Durante años se ha convertido en estereotipo analizar nuestra historia como una concatenación de fracasos, hasta el punto de hacer inviable la idea misma de España.
Ha estado de moda durante décadas sentir dolores por España, constatar que su devenir siempre acababa mal o incluso llegar a la conclusión cejijunta de que los españoles no estábamos preparados para la democracia, como se propagaba en los tiempos del régimen nacionalcatólico. Éramos, al parecer, un país sin remedio, que solo se podía conducir con mano de hierro por brutencios salvadores de la patria, que sí sabían lo que nos convenía; o que había que desmembrar por fascículos, por la imposible convivencia de las autonomías ricas con seres del sur o venidos del sur, a los que se nombraba y consideraba como genéticamente inferiores.
En el siglo pasado, el nacionalismo vasco que asesinaba estableció en el discurso justificativo de sus crímenes el epíteto español como sinónimo de insulto. En los últimos años de este siglo XXI asistimos a lo que eufemísticamente comenzó a llamarse proceso de desafección, promovido en principio por el nacionalismo catalán burgués, que fijaba también a España, simbolizada al parecer en el sintagma Madrid, como síntesis de todos los males, sin mezcla de bien alguno. Dentro de España no había salvación, pensaban y piensan algunos nacionalistas supremacistas que viven en regiones opulentas en lo económico y con bastante miseria política.
La guerra civil (1936-1939), sin duda alguna el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia (Juan Benet), condiciona aún nuestra historia reciente en varios sentidos. Acabó con la experiencia democrática y de progreso que representó la Segunda República, prestó munición para encubrir otros proyectos totalitarios, en principio no percibidos como tales, y construyó, por la dictadura que siguió a la guerra, una imagen de España en el mundo que todavía se esgrime por algunos con todos sus tópicos a la hora de analizar nuestra realidad actual.
La pérdida en 1898 de las posesiones coloniales americanas y oceánicas fue otro «episodio crucial que sumió a nuestro país en una fase de traumática autocrítica y proyectos de regeneración» e impuso «la conciencia de que España no era una gran potencia ni la española pertenecía, quizá, según las ideas de la época, a la categoría de “razas superiores”» (Álvarez Junco).
De manera que pasamos de una visión de la historia de España expresada en términos épicos por el nacionalismo español a una versión de España como artefacto nefasto, construida por el nacionalismo vasco y expresada más recientemente por el nacionalismo catalán. En las dos versiones falseadas no hay desde luego una voluntad de rigor histórico, más bien estamos ante manipulaciones confeccionadas para justificar propuestas nacionalistas y planes supremacistas; en su día, por el régimen franquista, y en la actualidad, por el nacionalismo catalán.
Hay en los nacionalismos una formulación de sus exigencias en términos trágicos, agónicos, con la que se pretende defender su esencia absolutista inaplazable, la urgencia de sus imposiciones.
Afortunadamente, en la actualidad cobra vigencia una forma de escribir nuestra historia basada en el rigor, que establece las cualidades más relevantes, sin enfoques hagiográficos ni flagelaciones.
La ofensiva de los nacionalistas radicales catalanes ha propiciado un afán por conocer a fondo la historia de España de manera rigurosa, ateniéndose a los hechos. Este afán explica en buena medida las ventas masivas de libros como el de María Elvira Roca Barea Imperiofobia y leyenda negra. De la misma forma que el final de la banda terrorista y su derrota por la democracia española ha disparado, con perdón, el interés por una novela cuajada, un episodio nacional galdosiano como Patria, de Fernando Aramburu. Retrato acabado de la realidad de lo que ha sido el terrorismo y sus formas de vida expandidas en bomba de racimo: el odio, el miedo, el silencio; y de muerte: el tiro en la nuca, la tortura del secuestro, el «algo habrá hecho» enunciado por el idiota moral de guardia, que durante años justificó tantos crímenes.
Hoy asistimos a una narración de la historia de España que repara en sus evidentes hechos positivos, encomiables, de progreso, y que demuestra cómo no somos únicos en el mundo en los episodios criticables.
Por mi parte, he tratado de narrar los aspectos de los que los españoles podemos sentirnos razonablemente orgullosos en nuestra historia más reciente. Desde las maestras de la República hasta la ley de matrimonios de personas del mismo sexo. De las Misiones Pedagógicas a la Transición. De la Constitución de Cádiz de 1812 a la longeva Constitución vigente de 1978. De la creación por Miguel de Cervantes de la novela moderna a las mujeres escritoras españolas y los directores de cine, los pintores, los retratistas de nuestros personajes, la gente que se la jugó para acabar con el terrorismo y garantizar las libertades.
Estas líneas quieren ser un elogio de la democracia española actual sobre la base de una hermosa definición: algo conquistado por hombres y mujeres, calle por calle, árbol por árbol, como una cosa que se puede tocar, durante días seguidos y noches enteras, que cuenta Javier Pérez de Andújar.


José María Calleja, del Prólogo de Lo bueno de España, Planeta, Barcelona, 2020.

jueves, 16 de abril de 2020

confines


Andrés llegó al campo. Le parecía regresar a la tierra de donde salió en su mocedad, mucho antes de tener mujer e hijos. Era un tiempo más remoto, lejano y oscuro; aquella sensación de la noche. Se llenaba de eso su corazón, donde le empezaba la sangre. Tantos años, tantos años. Habían escapado, siendo muchacho. Únicamente le venía ese temblor de la oscuridad: la aldea, con casas de piedras negras sin trabazón y los tejados de montones de pizarras, entre las que salía el humo del fuego, como una niebla. La aldea como una piña abierta y seca entre los cantiles de la sierra. Los hermanos y la madre vieja sentados en el suelo. Había hambre; todos los días había hambre. Se levantaba cada mañana y subía por la trocha hasta el bancal de los habichuelos. Los ponían a secar al sol, sobre las pizarras del tejado; manchas blancas, amarillas, de las pobres cosechas de habichuelos secándose al sol, sobre la negrura del pueblo. Y más hambre. El sol daba pocas horas sobre el breve cielo azul de la barranca. La aldea, la alquería, estaba en lo hondo de un cañón, donde corría el río. Detrás, estaban las montañas. «Me voy a ir a Castilla a mendigar». Se fue. Pero lo más doliente era aquella sensación de la noche, debajo de la cual se notaba la tierra tan viva, gritando con la voz de los grillos. Subió por el camino alto, a la montaña. Abajo, quedaban sesenta o setenta casas negras como la piedra, y temblaban las luces de los candiles y el ruido del río. Su madre y sus hermanos seguirían sentados alrededor de los habichuelos metiendo deprisa las cucharas, las manos, en silencio, sin tiempo para matar el hambre. Sentía los ojos pequeños de sus hermanos. «Leónides tenía siete años». Andrés estaba huyendo aún. Había en su memoria pueblos grandes, alegres, de pícaros, de diversiones, de tabernas, de casas blancas; más todo su recuerdo volvía oscuramente hasta la noche aquella cuando cruzó por el camino alto, oliendo los brezos por última vez y sintiendo las piedras rodar a su paso. Sí, la alquería era como una piña seca y abierta. Se había vuelto Andrés, para mirar la negrura. En el cielo estrecho del valle, las estrellas brillaban con más fuerza que cualquier noche. Le volvía aquel ahogo. Le parecía que toda su vida la había pasado perseguido. Necesitaba beber vino.

Antonio Ferres, La piqueta, Gadir editorial, Madrid, 2018.


Belmonte esperó mirando las montañas sin verlas. Hasta su mente no llegaba más que una sucesión de imágenes como fotografías de un perdido álbum y en todas ellas estaba Verónica. La mañana que se acercó a ella en un acto político bajo los frondosos árboles de un parque y supo que no quería alejarse. La tarde que tomó en sus manos su rostro y lo acercó hasta rozar sus labios rojos y supo que el amor era posible. La noche que vio sus ojos cerrados en el instante supremo del amor mientras la luz intrusa de la luna acariciaba su cuerpo desnudo. La hora amarga que abrazados lloraron a los primeros compañeros muertos. La hora indeseada en que se separaron, Verónica y él en una habitación extraña a la que habían llegado cambiando varias veces de bus, caminando alerta, deteniéndose a observar en los reflejos de las vitrinas o en los espejos laterales de los autos estacionados la posible presencia de seguidores. La hora maldita de sus lágrimas rebeldes el día que decidieron dejar de verse porque la clandestinidad así lo imponía. La imagen de un hombre solo, armado y buscándola por las calles de Santiago, vagando cerca de cuarteles y comisarías, llenándose de odio y de tristeza hasta hacer del odio y la tristeza los tatuajes sobre la piel del hombre que pasó por Argelia y Moscú, aprendió a matar con eficacia sin encontrar un delta para desaguar toda esa bronca y se largó a buscar desquite en las selvas de Nicaragua. La imagen de un hombre aferrado a un teléfono en una casa de Hamburgo el día de su regreso de la muerte. La imagen de un hombre entrando a una casa modesta de Santiago, guiado por una mujer humilde y buena hasta la presencia de Verónica sentada en una silla y con la mirada perdida más allá de los muros, del aire, del amor, de la presencia del hombre que besaba su frente acariciando la larga cabellera negra. Verónica junto al hombre que asía su mano durante el vuelo a Hamburgo, su mirada al mar gris de Copenhague antes de entrar a la clínica del doctor Christiansen especializada en víctimas de la tortura, sus pequeños gestos recuperados, los sabe quién eres, los basta mencionar tu nombre y cambia, los sí, grita y gime por las noches, pero al despertar se aferra a tu fotografía. La imagen de un silencio de más de treinta años apenas roto por su mano buscando la suya, por su cabeza apoyándose en su hombro, por su leve sonrisa al oír poemas de Juan Gelman o Mario Benedetti frente al mar frío de Puerto Carmen. La imagen de Verónica con la mirada perdida en el volcán Corcovado, como si en la cima nevada del gigante se encontrara la llave que abriría la puerta y entonces volvería para siempre.
     Belmonte dejó la Beretta en el departamento y salió a las calles. A las cuatro de la tarde se notaba el ajetreo de vehículos abandonando la ciudad para el fin de semana en la costa o en el campo. Febrero se despedía, en pocos días se produciría el cambio de gobierno, Michelle Bachelet entregaría la banda tricolor de las promesas no cumplidas a Sebastián Piñera para que hiciera lo mismo, los estudiantes empezarían las clases y el otoño iría desterrando el calor día tras día.

Luis Sepúlveda, El fin de la historia, Tusquets editores, Barcelona, 2018.

jueves, 9 de abril de 2020

abril

Ganas me dan de echarme a los caminos
romper la tiranía del sudoku
y entregarme por entero a la dulce
esclavitud de los abrazos.
Repletos los intuyo de verde y rojo
y primavera
de vida derramada en las orillas
del color de los sueños cuando vuelo.

Ganas me dan de deshacerme en piedra
y ser el sostén de vuestros pasos
mañana
cuando abril decline y se abra
al sol de mayo del olmo viejo hendido
y sea la charla amena y sean
los versos del poeta los que aparten
las espigas crecidas del sendero
que nos lleva una vez más a nuestra casa
la domus quieta y serena 
tal que dormida.
                                                     
Allí junto al pinar nos sentaremos
a conjurar el tiempo oscuro
y llorar de nuestros ojos por aquellos
que en silencio y a solas
se nos fueron.

Ganas me dan de ser crecida
y ventarrón
tsunami y dana y huracán
para aventar del mundo este dolor
y borrar de la faz de la tierra la tristeza
para que pare en seco y haya luz
y haya amanecer.
Cuando de nuevo la alegría
allí con vosotros   sin que falte ninguno
con todas y con todos
también yo quiero estar.

Ganas me dan de convocaros ya
al abrazo generoso y ancho de la amistad
y de la vida.

martes, 31 de marzo de 2020

la vida en vilo


La desmesura es cosa de países del Trópico, o de las historias que aparecen en la biblia. Por eso a Plinio, aquella vez, le llovió no más una semana entera. Que no es poco tratándose de Tomelloso, que no es lugar de figurar en los mapas tropicales ni -que se sepa, aunque no seré yo quien ponga la mano en el fuego- se encuentra entre los de reseñar de las sagradas escrituras.
No es poco, no, pero tampoco son los cuarenta días, con sus cuarenta noches, que acostumbran por esos sitios de parecer que se acaba el mundo. A mi me pasó aquella vez en Guatemala, de noche, y era como si los cielos se quisieran juntar con la tierra, que ríete tú de lo que llaman cortina de agua, aunque son las dos, los cielos que caen y la cortina rasgada, figuras que han dado mucho juego en estos afanes de la escritura. Ahora, es verdad, se llevan menos.
De desmesura, las cifras que manejan estos días en los telediarios. Sin ir más lejos, hoy, domingo de confinamiento, hablan de que se acerca ya a los setecientos mil el número de contagios en el mundo. La locutora dice infectados, que es palabra de más impacto, como más sucia. De darte ganas de ir a lavarte las manos otra vez. Bien lavadas, por delante y por detrás, el jabón bien extendido. Y si es casero, tipo Lagarto, dicen que mejor.
Yo sé que son muchos más. Y tú también lo sabes, que ni Mariángeles ni los suyos están contados, aunque sí Adela y no su chica, ni los que te dicen que creen que lo han pasado. Valentín está seguro del todo, pero ya mejor, y cuenta que le ha vuelto el olfato y hasta el gusto -el del sabor, dice él, y los dos lo entendemos-, Julián dado de alta y Pepe ingresado y a la espera de la mejoría. Los dos, Pepe y Julián, con Montse, se encuentran entre los del recuento. Pero dime tú en el Congo. O en la India. Mismamente en el Brasil, con ese tontólculo que tienen de mandatario. Aquí entre nosotros se dice que son ya seis mil quinientos treinta y uno, con esa precisión -fíjate bien- del uno, los fallecidos.
Con este panorama se me quitaron las ganas de escribir. Además, con la de diarios de la cosa que veo en los periódicos y los que empiezan a brotar entre mis habituales tengo más que bastante. Y no creas, que los hay ingeniosos y hasta muy bien escritos. O hablados, y no miro a nadie. Así que me he dado al sudoku y poco más, las lecturas espaciadas y dispersas. He dado, más bien, en pensar en la fragilidad del mundo, y ya te veo venir y me dirás que me puede la desmesura, y en que el mundo es cada vez más ancho y menos ajeno, y que me perdone don Ciro. Y que a esa fragilidad se le viene oponiendo, y yo es que lo veo así y más en estos días, la fuerza siempre amable de las mujeres. A lo mejor empieza a ser ya tiempo de que el mundo cambie, de verdad, de manos.
Estas cosas, algunas, las he dicho por ahí y no falta quien me las discuta. ¡Qué le vamos a hacer! Pero yo miro a María, mi sobrina, de tan dulce casi etérea, y me pregunto de dónde saca esa energía que no le prestan ni la mascarilla ni el epi y que se le aparece en los ojos más vivos que le haya visto nunca. Mujeres que son ya primera línea del futuro que se nos viene.
Estos días también hacemos bromas. Dan mucho juego los aviones de la China que se le han perdido a la presidenta de Madrid, y no menos los tertuliarios del donde dije digo digo diego y al revés para que me entiendas, mercenarios los más y de dignidad escasa. Pero no me vienen las ganas de escribir y ya no me quedan casi sudokus y hasta el papel se resiente de tanto borrarlos para hacerlos de nuevo. Sé que le tengo que poner remedio. Puede que no sea mal consejo aquel que me dio, cuando todavía se podía caminar camino de la domus, mi amigo el poeta una de las últimas veces que salimos a andar Paco y yo. Tú empieza, y ya te vendrán las palabras. Haz, por ejemplo, que la chica esa que me dices que llega de Francia se baje del tren en Valladolid. Y luego ya sigue por donde te parezca.
No parece mala idea, y hasta podría funcionar. Tampoco es que sea insalvable el inconveniente de que se estén aligerando las comunicaciones y los trenes lleguen -todavía: ya veremos mañana- solo hasta la frontera, que la ficción da para eso y más. Aunque por respeto al ministro no montaré a Lunita en el Avlo, que retrasa su puesta de largo hasta después de, a no ser que el tiempo de la escritura se demorara tanto que hasta le alcanzara el billete para su viaje inaugural. A mi Paula, por cierto, le han anulado los suyos.
Días de espera, de los de andar con el mundo a cuestas y la vida en vilo.

lunes, 30 de marzo de 2020

perdurar

La gente piensa que vive más intensamente que los animales, que las plantas y, sobre todo, más que los objetos. Los animales presienten que viven más intensamente que las plantas y los objetos. Las plantas sueñan que viven más intensamente que los objetos. Pero las cosas duran y el hecho de perdurar es, más que ninguna otra cosa, la vida.

Olga Tokarczuk, Un lugar llamado Antaño, Editorial Anagrama, Barcelona, 2020.
Traducción de Ester Rabasco Macías y Bogumila Wyrzykowska

domingo, 22 de marzo de 2020

tomar carrerilla y seguir


Como tantas mujeres, yo no tengo habitación propia para escribir. Escribo en la misma mesa en la que trabajo como veterinaria las tardes de oficina, fuera del horario laboral, respondiendo correos, rellenando hojas de cálculo, pasando a limpio notas de campo. Escribo en la misma mesa en la que como. Escribo en la misma mesa en la que mi vida se sucede, un espacio delimitado, plano, sin paredes que lo contengan, pero que se apoya en una pared que se convierte en el único horizonte en el que puedo acurrucarme cuando me siento a escribir. Mi vida se sucede en esta mesa porque es el primer sitio donde pongo todo nada más llegar a casa. Los libros que llegan, el portátil, las llaves, la compra, el bolso de trabajo, la ropa recogida de la azotea, las notas y los cuadernos que se desperdigan por la mesa con apuntes que luego nunca aparecen cuando se los necesita. Siempre que me siento a ella tengo que pararme a recolocar todo lo que descansa sobre la superficie. Todo lo que me estorba para la tarea que quiero hacer. Ésta es mi célula. Así es mi celda particular y propia.
Pero antes de la mesa, antes de las notas, los tachones y la escritura, necesito caminar. Ir al pueblo, volver. Pisar por donde lo hicieron mis antepasados. Necesito ese ejercicio, como si fuera una ceremonia a seguir a rajatabla, una necesidad absoluta. Estos últimos años, he vuelto a hacer lo mismo que me hacía tan feliz de pequeña. Regresar al pueblo siempre que puedo, escaparme al campo de mi familia. Ver a mi tío trabajar con sus animales, la complicidad con sus perros pastores, intentar ayudarlo, empaparme de todo lo que me cuenta y lo que no, de sus gestos y sus tareas, de su entrega con el campo. Detalles que no tienen importancia hasta que suceden y aparecen. También los días se me hacen cortos cuando salgo con mi padre y no deja de contarme historias sobre los que habitaron y trabajaron la tierra. Siempre vuelvo con el cuaderno lleno de nombres de plantas, especies en latín y sus denominaciones familiares, plumas, notas a lápiz de avistamientos y rastros. Canastos llenos de setas, manojos de espárragos, ramitos de orégano, bolsas de tela llenas de endrinas. Ir al campo con él no se reduce a pisar sólo la tierra y a contemplar. Es una incursión completa en la tierra y en todo lo que hay en ella. Porque aprendes a mirar el paisaje de otra forma, comienzas a ver elementos que al principio no aparecen, no tienen cabida en la primera imagen que se forma ante ti. También comienzas a mirar por donde pisas, tienes cuidado al caminar, hay que saber andar por el campo, sin hacer ruido, alterando lo menos posible el camino invisible que sin darte cuenta has empezado a gestar. Te conviertes en una observadora atenta, expectante ante cualquier cambio que pueda producirse delante de ti. El canto de un pájaro que no conoces, el crujir de unas ramitas cerca, un encuentro inesperado con un animal que surge y hace que el tiempo se detenga en ese instante. En el cruce de tus ojos con los suyos, como si la mirada necesitara que el segundero parara para tomar respiración y continuar. Como si la vida de vez en cuando necesitara la pausa para tomar carrerilla y seguir.


María Sánchez, Tierra de mujeres, Seix Barral, Barcelona, 2019

miércoles, 19 de febrero de 2020

renga

(...)
Era bizca y renga de una pierna. Aun así, la belleza no la abandonaba nunca, trascendía sus defectos. A pesar de los ríos de alcohol berreta que introducía en su organismo, no caía nunca. Pero cuando bebía se ponía amarga, el charme le soltaba la mano, era una vieja borracha mala y sola, desesperada por una caricia, suplicante de amor, de que alguien le tendiera la mano por la calle, de que alguna de nosotras se atreviera a saltar las vallas y fuera a rescatarla de ese castillo inhóspito donde se escondía.
«No conozco las palabras papá ni mamá», me dijo un día. Miró para otro lado cuando lo dijo, dramatizando el momento, para que doliera más.
Se había venido del Chaco sola, cuando todavía era menor de edad. Había comenzado a travestirse sólo por las noches, tenía un trabajo de día, hacía changas, y los viernes y sábados por la noche se montaba como una reina con todos los elementos que le proveía la pobreza: un rejunte de telas de dos pesos anudadas de tal manera que simulaban escotes abismales y minifaldas que no se sabía si estaban a punto de rasgarse o desmaterializarse en el aire.
La lucha por la belleza nos había dejado a todas en los puros huesos, pero sabíamos que, si nos descuidábamos, no sobreviviríamos ahí en el Parque. Cada día había que tapar la barba, sacarse los bigotes con cera, pasarse horas planchándose el pelo con la plancha de la ropa, caminar sobre esos zapatos imposibles, hay que decirlo, imposibles, cómo pudo alguien en el mundo inventar esos zapatos de acrílico, tan altos que se podía ver el mundo entero desde arriba, tan altos que no daban ganas de bajarse de ellos, tan altos que los clientes pedían por favor que no te los sacaras, y los lamían esperando saborear un poco de esa gloria travesti, esa frivolidad tan honda, esos piesotes de varón coronados por zapatos de princesa puta.
Ella se paseaba como ninguna arriba de esos tacos, con su belleza siempre al borde de desaparecer, de extinguirse, de abandonarla. Se llamaba Patricia, aunque todas le decían La Renga, La Virola o El Loco. Se llamaba Patricia por una hermanita que había tenido en el Chaco, que murió de fiebre, sola en el rancho, y que ella encontró cuando unos chanchos estaban a punto de comérsela. Ese fue el día en que huyó de su casa para siempre. Tenía catorce años, sus padres la despreciaban por maricón, pero ella no necesitaba permiso de nadie: ni para permanecer donde quisiera ni para irse adonde le diera la gana.
Le gustaba tener el nombre de su hermana muerta, me dijo, el mismo día en que me dijo que no conocía las palabras mamá y papá. Estábamos las dos sentadas en la vereda esperando el colectivo, en un momento de rara intimidad. Ella me hacía burla por mi voz de concha, como se decía entonces, y yo le conté que mucha gente nos confundía a mi mamá y a mí por teléfono. Ella se rio, se balanceó hacia adelante y hacia atrás sin poder controlarse, y al rato dijo:
Me gustaría ganarme el Quini 6 y mandarme a mudar. Irme a vivir a Italia. Tengo una amiga que vive como una reina allá. Acá, en cambio, te comés cada garrón, te subís a un auto y te voltea el olor a bolas y el olor a culo. Me quiero ir a la mierda −dijo.
Y después, como si toda la mesopotamia se le hubiera metido en la mirada, como si todos esos esteros y chamamés, esas polcas y acordeones enfermos de tristeza se le hubieran arrastrado hasta adentro, dio vuelta la cara y dijo:
No conozco las palabras papá y mamá. No tengo padres. Estoy muerta para ellos.
Y pasó un auto, nos llamaron, nos subimos con dos preciosos ejemplares de la buena vida argentina, dos corderitos bien alimentados con ganas de ser mordidos, y nos fuimos al departamento de uno de ellos.

Camila Sosa Villada, Las malas, Tusquets editores, Buenos Aires, 2019.

miércoles, 12 de febrero de 2020

barro

(…)
Decenas de hombres salen de la noche y regresan a ella a cada instante. Sus cuerpos están hechos de barro y de hierro, arrastran un duelo mudo. Desde el mar del Norte hasta los Alpes, han cavado grandes agujeros, todo el mundo ha bregado; han abierto largos pasadizos en el suelo, refugios, indicadores para no volver a perderse, con el zapapico, cada cual se ha construido un nicho utilizando restos de tablas y de fusiles rotos. Es una frontera infranqueable, línea de fuego. Como toda frontera, cuanto más cuesta cruzarla, más triste y cruenta es. Los hombres han cavado largas fosas, cada cual por su cuenta; y se han enterrado en esas fosas durante cuatro años. No han cesado de construir largos ramales, nuevas líneas en la tierra, todo un dédalo de pasillos y refugios. Al principio cada cual se cavó su agujero, lo justo para arrebujarse en la tierra, no para ser enterrado. Un cuadrado demasiado pequeño para Dios. Y pasaron los días y el agujero se hizo más profundo, los agujeros vecinos se comunicaron. El agua subió e inundó a raudales, se chapoteaba en medio de una lluvia fría. Algunos elevaban los parapetos con barro líquido, como si fuera cemento. Todo aquel cinturón de tierra removida semejaba una espesa y larga serpiente que, sin mudar apenas de forma, atravesaba los bosques húmedos de Argonne, las mesetas pedregosas de Champaña y los campos de remolacha del Yser.
Pronto, todo el mundo estuvo allí. Todo un pueblo joven y alegre quedó confinado en aquellos agujeros. Había tiroleses, árabes, bávaros, negros, bretones, prusianos, vascos, australianos, sijs. ¡Bien había que llenar aquellos agujeros! Había que llenar una franja de setecientos cincuenta kilómetros de agujeros por seis kilómetros de ancho. Había que montar un largo collar de carne humana entre dos países. La frontera debía ser una frontera de hombres, infranqueable; por eso se cavaba. Se socavaron setecientos cincuenta kilómetros de terreno, y cuando acabaron encargaron inmensos rollos de alambre de espino. Entonces, un fuego en el cielo coronó la tierra: la plaza mayor de Arras quedó destruida, el mercado de Ypres quedó destruido, la catedral de Reims quedó destruida. Hubo veinte millones de muertos, diez millones de soldados. Diez millones suponen unas fosas muy grandes. Suponen cementerios hasta perderse la vista, vastísimos cementerios muy hermosos donde todas las tumbas son similares. Se requieren diez millones de muertos, tal vez, para que todas las tumbas se parezcan. Cuarenta y siete mil ciento ochenta y tres piernas alemanas se perdieron. Veintiún mil ciento cuarenta y nueve brazos. De tal modo quedaron desfigurados algunos hombres que se crearon centros de acogida para ellos, muy lejos de las ciudades, lugares adonde no va nadie, adonde nadie quiere ir, tan pavoroso era verlos. Vi las fotografías de aquellas caras, con sus míseras muecas de payaso. Las conoce todo el mundo. Fueron los monstruos amables de nuestras fábulas. (…)

Éric Vuillard, La batalla de Occidente, Tusquets Editores, Barcelona, 2019,
trad. de Javier Albiñaña Serain.
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