Descubrir
que una muy joven escritora, periodista de formación, es capaz de
captar con tanta ternura el orgullo de los humildes y declararse ella
misma orgullosa de sus orígenes, de describir con un lenguaje
preciso y fresco, atento al decir y al acento de sus gentes,
historias que no por personales son menos universales, de mezclar lo
presente con lo ido, y
a
Sylvia Plath con la Ana Mari, de trenzar unas vidas que sin su
palabra quizás se irían perdiendo para siempre... descubrir todo
eso en esta Feria sin
vanidades me reconforta y me alegra. Y me alegra, y mucho, respirar
con ella ese viento -¿cuál de los doce?- que se siente también
cuando subo a ese otro cerro de esos otros molinos, altivos
siempre y poderosos los de Criptana.
Y
no me avergonzará decir que se humedecen mis ojos cuando reviven
otros tiempos. Recuerdos de un puñado de titos asados en más de un
primerodemayo. Vicente, y puede que con
algún
otro más de los Simones, estaba allí.
En la otra Sede.
Limpiando el carrete del móvil
me he encontrado una foto de la comida de julio en la que aparece un
rincón del corral de casa de mis abuelos. Es el de la ventana que da
a la cocinilla, una habitación en la que solo hay una chimenea,
una lavadora, tres o cuatro peroles colgados al lado de una hilera de
guindillas secándose, dos estanterías llenas de tomate y pisto al
baño María y a veces sarmientos para hacer lumbre. Si alguna vez
alguien me pregunta a qué huele España responderé que a esa
habitación, a la cocinilla, que cuando estaba mi abuela también
olía a veces al jabón que hacía ella.
Debajo
de la ventana hay un montón de macetas. Geranios, un poto,
un rosal, un arbolillo. Delante y reflejado en el cristal, un trozo
de cuerda de tender con cuatro o cinco camisetas y cuatro o cinco
pantalones diminutos. Son de mis primos y están ahí porque mi tío
Pepe seguramente les daría un manguerazo o les
echaría una espuerta de agua, que es lo que hace mi tío
Pepe en cada comida familiar.
Me
he quedado mirándola un rato, tratando de averiguar en qué
momento la hice y he pensado que la vida es eso y poco más. Unas
cuantas camisetas de crío secándose al sol y unos cuantos cubos de
pintura plástica que ahora están llenos de tierra y geranios.
Un
día mi abuelo me dijo que las flores eran de mi abuela, que él solo
plantaba cosas «que sirvieran», y por cosas que sirven él entiende
todo aquello que se puede comer, ya sean tomates, calabazas o
aceitunas. Un año le regalamos un bonsái y no entendió el
concepto. Le debió parecer que aquello estaba enrratonao, así que
lo fue trasplantando y ahora es un olivo más grande que yo
que da aceitunas de un tamaño considerable, y mi abuela las
arreglaba y luego nos regalaba botes para que nos
lleváramos.
***
La
única hierofanía posible en La Mancha se produce si uno alza la
vista y comprende que igual es sobria y austera en el suelo porque
robar protagonismo a esos cielos no sería de ley y para comprender
eso también hace falta valor y saber mirar, concretamente hacia
arriba, más allá de uno mismo. Esto te lo diré llegando a la portá
del bisabuelo y seguramente no me vayas escuchando ya, pero dará
igual porque te lo repetiré muchas veces a lo largo de tu vida y
quizá a esa altura ya nos hayamos cruzado con la Tere la vecina y te
haya preguntado que adónde vas tan hermoso y te haya dicho que qué
grande estás. Cuando hayamos llegado al 61 te diré que llames por
la ventana de la cocina porque seguramente el bisabuelo Vicente esté
viendo una corrida y echándose una cabezá que negará
incluso ante una pareja de espías rusos estar echándose y
llamarás por la ventana.
Cuando
le cuentes dónde hemos estado y que has aprendido lo que es un
exvoto igual te dice que eso son tontás y que eres un alcahuete e
igual eso también tendría que explicártelo, que de la
misma forma que los esquimales
tienen no sé cuántas formas de decir nieve, en La Mancha tienen
otras tantas de decir alcahuete, todas con su correspondiente matiz:
bacín, enrredaor, removeor, apercibiote. La explicación es la misma
que en el caso de los esquimales: cuando una realidad está muy
presente en un pueblo hay infinitas maneras de nombrarla porque es
posible discernir entre infinitos matices y variaciones.
Nos
despediremos entonces del bisabuelo Vicente y no sé si nos dirá eso
de «contra antes los vayáis, antes los venís», pero sí sé que
saldrá a despedirnos a la puerta y no volverá a entrar hasta que
nos haya perdido de vista, y cuando te hagas un poco mayor —porque
como no se va a morir nunca, te vas a hacer mayor y él seguirá ahí—
comprenderás que lo que hay en su mirada cuando mueve la mano para
despedirte se llama serenidad y se llama orgullo. Y que no hay nada
más bello que el orgullo que se permiten los humildes, porque es el
que emana de las cosas importantes.
Cuando
vivía tu bisabuela, de que vivía tu bisabuela, como decía ella,
también ella lo hacía, claro, también salía a la calle a despedir
a las visitas y no se pasaba hasta que las perdía de vista.
Ana
Iris Simón, Feria, Círculo de Tiza, Madrid, 2020.