miércoles, 12 de febrero de 2020

barro

(…)
Decenas de hombres salen de la noche y regresan a ella a cada instante. Sus cuerpos están hechos de barro y de hierro, arrastran un duelo mudo. Desde el mar del Norte hasta los Alpes, han cavado grandes agujeros, todo el mundo ha bregado; han abierto largos pasadizos en el suelo, refugios, indicadores para no volver a perderse, con el zapapico, cada cual se ha construido un nicho utilizando restos de tablas y de fusiles rotos. Es una frontera infranqueable, línea de fuego. Como toda frontera, cuanto más cuesta cruzarla, más triste y cruenta es. Los hombres han cavado largas fosas, cada cual por su cuenta; y se han enterrado en esas fosas durante cuatro años. No han cesado de construir largos ramales, nuevas líneas en la tierra, todo un dédalo de pasillos y refugios. Al principio cada cual se cavó su agujero, lo justo para arrebujarse en la tierra, no para ser enterrado. Un cuadrado demasiado pequeño para Dios. Y pasaron los días y el agujero se hizo más profundo, los agujeros vecinos se comunicaron. El agua subió e inundó a raudales, se chapoteaba en medio de una lluvia fría. Algunos elevaban los parapetos con barro líquido, como si fuera cemento. Todo aquel cinturón de tierra removida semejaba una espesa y larga serpiente que, sin mudar apenas de forma, atravesaba los bosques húmedos de Argonne, las mesetas pedregosas de Champaña y los campos de remolacha del Yser.
Pronto, todo el mundo estuvo allí. Todo un pueblo joven y alegre quedó confinado en aquellos agujeros. Había tiroleses, árabes, bávaros, negros, bretones, prusianos, vascos, australianos, sijs. ¡Bien había que llenar aquellos agujeros! Había que llenar una franja de setecientos cincuenta kilómetros de agujeros por seis kilómetros de ancho. Había que montar un largo collar de carne humana entre dos países. La frontera debía ser una frontera de hombres, infranqueable; por eso se cavaba. Se socavaron setecientos cincuenta kilómetros de terreno, y cuando acabaron encargaron inmensos rollos de alambre de espino. Entonces, un fuego en el cielo coronó la tierra: la plaza mayor de Arras quedó destruida, el mercado de Ypres quedó destruido, la catedral de Reims quedó destruida. Hubo veinte millones de muertos, diez millones de soldados. Diez millones suponen unas fosas muy grandes. Suponen cementerios hasta perderse la vista, vastísimos cementerios muy hermosos donde todas las tumbas son similares. Se requieren diez millones de muertos, tal vez, para que todas las tumbas se parezcan. Cuarenta y siete mil ciento ochenta y tres piernas alemanas se perdieron. Veintiún mil ciento cuarenta y nueve brazos. De tal modo quedaron desfigurados algunos hombres que se crearon centros de acogida para ellos, muy lejos de las ciudades, lugares adonde no va nadie, adonde nadie quiere ir, tan pavoroso era verlos. Vi las fotografías de aquellas caras, con sus míseras muecas de payaso. Las conoce todo el mundo. Fueron los monstruos amables de nuestras fábulas. (…)

Éric Vuillard, La batalla de Occidente, Tusquets Editores, Barcelona, 2019,
trad. de Javier Albiñaña Serain.

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