Me peleo todavía por el nombre, y hasta pensé en llevar siempre en el coche un botecillo de pintura y actuar. Actuar añadiéndole un guion a la C hasta convertirla en G y reparar así la confusión que causó la Enciclopedia Álvarez trabucando en Cigüela el nombre verdadero de mi rio. Y todo porque aquella confusión ha llegado hasta las carreteras de esta tierra nuestra, donde se alternan los carteles que anuncian la presencia del Gigüela señalándolo ora con su denominación correcta, ora con aquella otra que lo desvirtúa y desquiere. Cuestión de entender cómo la tipografía puede desmerecer una biografía.
Y es que yo nací
en el Gigüela, y en él me crié. Y en sus aguas quise aprender a nadar agarrado
a la porra desde la que mi abuelo Pedro sacaba a mano cubos de agua con que
regar la panjía: mis tíos, luego, compraron un piva. Aprendí allí a tapar y destapar el reguero de agua fresquita
de modo que cubriera todo el laberinto de geometrías de las que brotaban más
tarde tomates, pimientos o judías, las patatas en una esquina: mi tío Nemesio
sembró luego maíz, y era otra la panjía y eran otros los tiempos.
Allí los
cangrejos, antes de que los americanos se comieran todo lo demás, y los
pececillos que en las aljibes nos libraban de otros bichos: sabían a cieno si
los guisaban. Y las cangrejeras con mi padre, que decían reteles. O los
trasmallos de cuando antes. Y los lucios después. Y después nada, casi desde
que cambiaron el caz y hubo luego un caz nuevo.
Ya ni cangrejos,
ni molinos harineros, ni vados donde bañarse los chicos a escondidas en las
siestas y las madres o las tías en los domingos, raros, de echar merienda y
trajes de baño que eran más trajes que prendas para el baño, púdicas siempre y recogidas
en el Zurrón. De vados, ni los de lavar la lana que hay boda ni los de quitar
el mosto a seras, lonas y espuertas.
Por eso me place
que nos venga en poco un bautizo especial, sacramento de agua, con que poner de
largo en los escenarios a nuestro querido rio añorado, crecido en estos días.
Así se llama la obra, peculiar, que nos regalan quienes aquello no lo llegaron
a conocer si no es por conducto y amor de las abuelas ya no al amor de la
lumbre: Bautismo del Gigüela. Que es,
en sus ojos, tradición y memoria y son de sonar, música y olor, vendimia y
fiesta. Colores y cultura, sabores, cultivos y presente, letrillas. Y
reivindicación sin nostalgia. Un collar de recuerdos propios y ajenos.
Son jóvenes el
autor, el actor y los músicos-actores. Y hasta han tenido la osadía alegre, Elisa
y Javier, de ponerle Duz de nombre al
dúo que los lleva por el mundo. Duz como las gachas de duz o el arroz con duz o
mismamente el paloduz, con esa sonoridad altanera del monosílabo traído
directamente de Cervantes, más ítalolatino el más usual de dulce. Lo mismo que caz y cauce.
Alberto resuelto
en Ángel, y Sergio poniendo las palabras, completan el cuarteto que hará que el
Día de la Región se adelante hogaño a la víspera. Será por mayo, casi a
finales, cuando llenemos el teatro Emilio
Gavira de Alcázar de San Juan, que la criatura tendrá padrinos, y padrinas,
a miles. Será en esa Mancha manchega de mucho vino y ahora ya menos tocino,
tenaza del colesterol, donde habremos de asistir al bautizo del Bautismo del
Gigüela en el que Albacete y Pozohondo se suben a las tablas y se pone de
estreno, como moza en domingo de feria, La Puebla de Almoradiel.
Prometiendo,
buenos padres de pila, que seguiremos trasmitiendo como hasta ahora la fe, que
es aquí más compromiso que confianza, en nuestro porvenir. Y, quién sabe, hasta nos
dé por cantar. Y por bailar.
Allí nos vemos.
El 30 de mayo.