domingo, 30 de diciembre de 2018

libros (para un fin de año)

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reykjavík, Valladolid o Vancouver.
Si alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había suficiente dinero para comprar lo necesario para el Shabbat, mi madre miraba a mi padre, y mi padre comprendía que había llegado el momento de elegir la víctima sacrificial y se acercaba a la vitrina: era una persona de principios y sabía que el pan era más importante que los libros y que el bienestar del niño estaba por encima de todo. Recuerdo su espalda curvada al dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros queridos bajo el brazo, con el corazón dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan preciados como un pedazo de su propia carne. Sin duda el mismo aspecto debía tener Abraham cuando salió por la mañana con Isaac a la espalda hacia el monte Moria.
Podía adivinar su dolor: mi padre tenía una relación sensual con los libros. Le gustaba tocarlos, escudriñarlos, acariciarlos, olerlos. Le excitaban los libros, no podía contenerse, enseguida les metía mano, incluso a los libros de personas desconocidas. Es cierto que los libros de antes eran mucho más sexys que los de ahora: tenían qué oler y qué acariciar y tocar. Había libros con letras de oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al tacto, pero que hacían que te recorriera un escalofrío como cuando se toca algo íntimo e inaccesible, algo que se estremece y tiembla al contacto de tus dedos. Y había libros que tenían tapas de cartón forradas de tela y pegadas con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual. Cada libro tenía un olor propio, secreto y excitante. Algunas veces la tela estaba un poco separada del cartón y se movía como una falda atrevida, era difícil evitar mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí aromas de vértigo.


Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad, 2002. Traducción de Raquel García Lozano.


****
(…) En forma resumida, nuestra tesis es esta: a fin de mantenerse como familia judía, la familia judía se basó forzosamente en palabras. No cualesquiera palabras, sino aquellas que provenían de los libros.
Los padres judíos no se limitaban a recitar las historias, las leyes y los fundamentos de la fe en el círculo familiar; los leían. Porque incluso si no poseyeran libros, los textos rituales que ellos narraban estaban escritos en libros. Un papiro o un pergamino era una especie de costoso artículo doméstico a finales de la Antigüedad y en la Edad Media, y de ningún modo podemos suponer que cada hogar judío, en el norte de África o en Europa, estaba en condiciones de poseer ni siquiera uno de esos artículos. Pero la sinagoga conservaba el rollo de la Torá guardado dentro del armario dorado en la pared orientada hacia Jerusalén. Y alguien del vecindario —el rabino, el maestro de escuela, el médico, el comerciante rico— seguramente sí poseía al menos alguno de los libros sagrados y rabínicos. De tal modo que los volúmenes estaban al alcance de los demás; la lectura y la recitación eran lo normal, y por consiguiente sus contenidos podían resonar en cada hogar judío.
Incluso si no se encontrara una sinagoga en un radio de muchas millas, ni tampoco rabinos, algún miembro de la familia habría sido capaz de recitar unas migajas de Torá, unos versículos importantes, unas formulaciones básicas, y el esqueleto de la Historia. Tal vez solo un cántico. Todavía podía transmitir a la progenie un legado escrito, aunque por medio oral. Incluso desprovistos de libros, o apenas alfabetizados, a los judíos siempre les acompañaba el texto.
(...)
En los oídos de los niños resonaba la verbosidad rígida y exigente, al mismo tiempo que rica y nutritiva, de los libros. Muchas de las palabras eran, desde luego, cíclicas, eternamente releídas y repronunciadas. El calendario judío impone diaria, semanal, mensual y anualmente sus textos recurrentes. La repetición puede, sin duda, restar creatividad, pero tiene también la extraña capacidad de anclar, de nutrir, y hasta de sorprender. A veces, los versos repetidos generan música; y gran parte de la musicalidad judía surgió de la resonancia de palabras repetidas. Los niños son proclives a absorber esas tempranas sonoridades textuales como preciosas canciones de cuna; para toda la vida.


Amos Oz & Fania Oz-Salzberger, Los judíos y las palabras, 2012. Traducción de Jacob Abecasís & Rhoda Henelde Abecasís.


****
(…) Digo que la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo. Es una plaga muy común que, por supuesto, se manifiesta en diferentes grados. Un o una militante ecologista puede adoptar una actitud de superioridad moral que le impida llegar a un acuerdo pero causará muy poco daño si lo comparamos, digamos, con un depurador étnico o un terrorista. Aún más, todos los fanáticos sienten una atracción, un gusto especial por lo kitsch. Muy a menudo, el fanático sólo puede contar hasta uno, ya que dos es un número demasiado grande para él o ella. Al mismo tiempo, descubriremos que, a menudo, los fanáticos son sentimentales sin remedio.


Amos Oz, Contra el fanatismo, 2002. Traducción de Daniel Sarasola.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

umbral


Entre dos tiempos

Blancas pecas del árbol, y en las calles
un hogar de primicias, nuevo y virgen.
Todo es origen, música y descensos
al umbral de la infancia y de sus años.
Hay luz de incertidumbres y de incógnitas
y un calor desprendido de mil cuerpos
que alumbran obviedad y anonimato.
Entre ellos yo paseo. Solitario
en este mes de abril. Y en el silencio:
el nombre en que descanso y me consumo.
Porque blancas las pecas en el árbol
y también novedad aquellas calles,
pero ya descubrimos confidencias
en no sé qué lugar y en qué momento:
esta muerte que ves es más que un juego.

(Gonzalo Grajera, de La suma que nos resta)

lunes, 10 de diciembre de 2018

70


Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias;
(…)
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad;
(…)
LA ASAMBLEA GENERAL proclama la presente DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse (…)

Artículo 1.

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Artículo 2.


Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. (...)


Estos, y los que siguen hasta los 30 que componen la Declaración, son los artículos que marcan el mínimo democrático exigible a cualquier organización que aspire a representar a la ciudadanía.
Y hoy, setenta años más tarde, me preocupa que en mi país las haya muy por debajo de ese mínimo. Tales las que se enconaron en destruir aquella materia que, siguiendo el mandato de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa, quiso que nuestro alumnado conociera y fomentara esos mismos Derechos.
Tales las que hoy los apartan de su discurso y los ignoran. Que vale más, según parece, el gobierno de un territorio.
¿Lo querrán para garantizar esos mismos derechos en cumplimiento de un Estatuto que los ampara?

jueves, 6 de diciembre de 2018

40


‘(…) Mi sensación, que creo ampliamente compartida, es la de una gran incertidumbre. Vivimos una época de transición: el siglo XX ha terminado; tuvimos una muestra del nuevo con el 11 de setiembre, varias guerras que devastaron el mundo árabe, una crisis financiera global, los atentados en Europa. Todo eso no hace sino acentuar nuestra inquietud. Frente a nuevos escenarios desconocidos sólo disponemos de un vocabulario antiguo, herencia del siglo terminado. Sus palabras están desgastadas, pero aún no hemos forjado otras. Nos arreglamos con ellas. Todo el debate en torno del fascismo se inscribe en esta situación transitoria. Sabemos que el siglo XXI no será una era de felicidad, pero, a diferencia de nuestros antepasados, nos cuesta definir un proyecto para el futuro. Intentamos conjurar lo peor, defender las conquistas del pasado, preservar una democracia que día tras día se vacía un poco más de sustancia. Y sin embargo, sabemos que la olla hierve y que la tapa va a saltar. Habrá grandes cambios: hay que prepararse para ellos. Las palabras vendrán solas.’

Enzo Traverso, Las nuevas caras de la derecha, Siglo veintiuno editores Argentina, 2018. pp. 147-148.

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