Por
eso es un error la postura de aquellos que ven la crisis como un
momento apolítico en el que el poder estatal debería cumplir con su
deber y nosotros seguir sus instrucciones, con la esperanza de que en
un futuro no muy lejano se restaure algún tipo de normalidad.
Deberíamos seguir aquí a Immanuel Kant, que escribió en relación
con las leyes estatales: «¡Obedeced, pero pensad, mantened la
libertad de pensamiento!» Hoy en día necesitamos más que nunca lo
que Kant denominaba el «uso público de la razón». Está claro que
las epidemias regresarán, combinadas con otras amenazas ecológicas,
desde sequías hasta plagas de langostas, de manera que es ahora
cuando hay que tomar decisiones difíciles. Esto es lo que no
comprenden los que afirman que se trata simplemente de otra epidemia
con un número relativamente pequeño de muertos: sí, no es más que
una epidemia, pero ahora vemos que las advertencias anteriores acerca
de estas epidemias estaban completamente justificadas, y que no van a
tener fin. Naturalmente, podemos adoptar una «prudente» actitud
resignada de «han ocurrido cosas peores, no hay más que pensar en
las plagas medievales...». Pero la mismísima necesidad de esta
comparación ya dice mucho. El pánico que estamos experimentando da
fe de que está ocurriendo algún progreso ético, aun cuando a veces
sea hipócrita: ya no estamos dispuestos a aceptar las plagas como
nuestro destino.
Ahí
es donde aparece mi idea de «comunismo», no como un sueño
inconcreto, sino simplemente como el nombre de lo que ya está
sucediendo (o al menos lo que muchos perciben como una necesidad):
medidas que ya se están contemplando, e incluso haciendo entrar en
vigor parcialmente. No es la visión de un futuro luminoso, sino más
bien un «comunismo del desastre» como antídoto al «capitalismo
del desastre». El Estado no solo debería asumir un papel mucho más
activo, reorganizando la fabricación de los productos más
necesarios, como mascarillas, kits de pruebas y respiradores,
requisando hoteles y otros complejos de vacaciones, garantizando un
mínimo de supervivencia a todos los desempleados, etc., sino hacer
todo esto abandonando los mecanismos del mercado. Solo hay que
pensar en los millones de personas, como los que trabajan en la
industria turística, cuyos trabajos, al menos en algunos casos, se
perderán y ya no tendrán sentido. Su destino no se puede dejar en
manos de los mecanismos del mercado o de estímulos puntuales. Y no
nos olvidemos de los refugiados que todavía intentan entrar en
Europa. ¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un
territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un
destino atractivo para ellos?
Hay
dos cosas más que están claras. El sistema sanitario institucional
tendrá que contar con la ayuda de comunidades locales para que
cuiden a los débiles y a los ancianos. Y, en el lado opuesto de la
escala, habrá que organizar algún tipo de cooperación
internacional eficaz para producir y compartir recursos. Si los
Estados simplemente se aíslan, comenzarán las guerras. A todo esto
me refiero cuando hablo de «comunismo», y no veo ninguna
alternativa que no sea una nueva barbarie. ¿Hasta dónde llegará?
No sabría decirlo: lo único que sé es que es urgente que todo el
mundo se dé cuenta, y, como ya hemos visto, lo están llevando a la
práctica políticos como Boris Johnson, que desde luego no es ningún
comunista.
Las
líneas que nos separan de la barbarie son cada vez más claras. Uno
de los signos de la civilización actual es que cada vez más gente
comprende que la prolongación de las diversas guerras que recorren
el planeta es algo totalmente demencial y absurdo. Y también que la
intolerancia hacia las demás razas y culturas, y hacia las minorías
sexuales, resulta insignificante en comparación con la escala de la
crisis a la que nos enfrentamos. Por eso, aunque hacen falta medidas
de guerra, me parece problemático el uso de la palabra «guerra»
para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con
planes y estrategias para destruirnos, no es más que un estúpido
mecanismo que se autorreplica.
Esto
es lo que no comprenden aquellos que deploran nuestra obsesión con
la supervivencia. Hace poco Alenka Zupančič releyó un texto de
Maurice Blanchot de la época de la Guerra Fría acerca del miedo a
la autodestrucción nuclear de la humanidad. Blanchot muestra que
nuestro desesperado deseo de supervivencia no implica la postura de
«olvidémonos de los cambios, procuremos mantener el estado actual
de las cosas, salvemos nuestras vidas desnudas». De hecho, es más
bien lo contrario: solo mediante nuestro esfuerzo para salvar a la
humanidad de la autodestrucción crearemos una nueva humanidad. Solo
a través de esta amenaza mortal podemos vislumbrar una humanidad
unificada.
Slavoj
Žižek, Pandemia,
Editorial Anagrama, Barcelona,
2020
traducción
de Damià Alou
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