Prólogo
A
pesar del ¡hágase!, el mundo no
comienza con palabras. O quizás sí, que no acabó de estar del todo hecho hasta
que las cosas todas no tuvieron su nombre cada una. Pero lo cierto es que, sea
como sea, es solo con palabras como damos cuenta de él, y con palabras se
explica (y se entiende). Y es así como nace el mito, y también la poesía nace
así, y la razón y la ciencia. El logos, en definitiva. Que alumbra y crea el
mundo universo con sus cosas, su desazón y sus pasiones.
La
nostalgia es una de esas pasiones, cuya duración se mide por el tiempo exacto
en que tardamos en poner en palabras los sentimientos, aunque no sean estos -lo
son siempre y lo son todos- otra cosa que destilación del alambique de la
memoria, que los decanta de modo que jamás se sabe finalmente si los alumbra o
los oscurece, si mitiga sus aristas o las aviva. Habría que volver allí, y
entonces, para cerciorarse. Y ni aún así.
De
lo que sí podemos estar seguros es de que las trampas de la memoria, aun siendo
muchas y muy aplicadas, nunca consiguen traicionar del todo nuestros recuerdos
si vienen acompañados de una emoción, un color, una caricia. Tal que la de un
viento que trae hasta la paramera la brisa de un mar de espigas, de ese mismo
mar que fue antaño aquella: el mismo de todos los veranos, ahora tierra
adentro.
Enrique
ha puesto en palabras los colores de su primera adolescencia, el sonido de sus
juegos, los sabores de la merienda, la monótona andadura de una mula, los
latines -es un decir- del abuelo o el gozo insondable de las siestas no
dormidas. Y así, en relatos que gustan de la brevedad, muchos de ellos apenas
si un apunte, un retazo, se aproxima a la magia que quizás solo el cine pueda
mejorar de hacer que lo cotidiano se trueque en sagrado (gracias, John Berger),
y en sublime lo sencillo. Solo así se entiende que la riqueza consista en que
no escaseen las cerillas.
Celebración
gozosa del verano -permiso para unos, para otros vacaciones-, de los veranos.
Historias mínimas y, quizás por eso, eternas, universales para un niño de allí,
de entonces, aunque fuera solo por el tiempo del calor y los Oficios.
Impresiones, mucha ternura, y ganas también de hacer justicia, quiero pensar, a
quienes el tiempo, la historia y algún que otro turbión se la negaron.
Entre
aliagas, támaras y caléndulas (¡qué bien y suave suena: ca-lén-du-la!), el mundo de Enrique de allí y de entonces cabe en los límites que señalan los pairones.
Un allí donde el futuro está en marcharse, trasterrados que nunca acabaron de
irse. Un entonces cuando don Fernando y la maestra y Lorenza y un cuarto sin
armario de la chica que se fue a servir. Un aquí, ahora, donde el pozo Airón
sigue siendo un hondón al que no se le conoce fin. Y para cuando las cuentas no
cuadran, ¿acaso alguien duda de que no hay instrumento mejor que una buena
tarja?
Enrique,
minucioso para los colores y los sentimientos, recupera de entre la bruma de la
memoria las historias de un tiempo que no será ya nunca un tiempo ido. Y
envuelta en palabras y de palabras hecha, nos devuelve esa memoria como
testimonio de que hubo una España que nunca será vacía. Así la fuerza y el
poder de la evocación y del recuerdo. Ya sin nostalgia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario