martes, 28 de julio de 2020

prólogo




Prólogo


A pesar del ¡hágase!, el mundo no comienza con palabras. O quizás sí, que no acabó de estar del todo hecho hasta que las cosas todas no tuvieron su nombre cada una. Pero lo cierto es que, sea como sea, es solo con palabras como damos cuenta de él, y con palabras se explica (y se entiende). Y es así como nace el mito, y también la poesía nace así, y la razón y la ciencia. El logos, en definitiva. Que alumbra y crea el mundo universo con sus cosas, su desazón y sus pasiones.
La nostalgia es una de esas pasiones, cuya duración se mide por el tiempo exacto en que tardamos en poner en palabras los sentimientos, aunque no sean estos -lo son siempre y lo son todos- otra cosa que destilación del alambique de la memoria, que los decanta de modo que jamás se sabe finalmente si los alumbra o los oscurece, si mitiga sus aristas o las aviva. Habría que volver allí, y entonces, para cerciorarse. Y ni aún así.
De lo que sí podemos estar seguros es de que las trampas de la memoria, aun siendo muchas y muy aplicadas, nunca consiguen traicionar del todo nuestros recuerdos si vienen acompañados de una emoción, un color, una caricia. Tal que la de un viento que trae hasta la paramera la brisa de un mar de espigas, de ese mismo mar que fue antaño aquella: el mismo de todos los veranos, ahora tierra adentro.
Enrique ha puesto en palabras los colores de su primera adolescencia, el sonido de sus juegos, los sabores de la merienda, la monótona andadura de una mula, los latines -es un decir- del abuelo o el gozo insondable de las siestas no dormidas. Y así, en relatos que gustan de la brevedad, muchos de ellos apenas si un apunte, un retazo, se aproxima a la magia que quizás solo el cine pueda mejorar de hacer que lo cotidiano se trueque en sagrado (gracias, John Berger), y en sublime lo sencillo. Solo así se entiende que la riqueza consista en que no escaseen las cerillas.
Celebración gozosa del verano -permiso para unos, para otros vacaciones-, de los veranos. Historias mínimas y, quizás por eso, eternas, universales para un niño de allí, de entonces, aunque fuera solo por el tiempo del calor y los Oficios. Impresiones, mucha ternura, y ganas también de hacer justicia, quiero pensar, a quienes el tiempo, la historia y algún que otro turbión se la negaron.
Entre aliagas, támaras y caléndulas (¡qué bien y suave suena: ca-lén-du-la!), el mundo de Enrique de allí y de entonces cabe en los límites que señalan los pairones. Un allí donde el futuro está en marcharse, trasterrados que nunca acabaron de irse. Un entonces cuando don Fernando y la maestra y Lorenza y un cuarto sin armario de la chica que se fue a servir. Un aquí, ahora, donde el pozo Airón sigue siendo un hondón al que no se le conoce fin. Y para cuando las cuentas no cuadran, ¿acaso alguien duda de que no hay instrumento mejor que una buena tarja?
Enrique, minucioso para los colores y los sentimientos, recupera de entre la bruma de la memoria las historias de un tiempo que no será ya nunca un tiempo ido. Y envuelta en palabras y de palabras hecha, nos devuelve esa memoria como testimonio de que hubo una España que nunca será vacía. Así la fuerza y el poder de la evocación y del recuerdo. Ya sin nostalgia.

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