Andrés
llegó al campo. Le parecía regresar a la tierra de donde salió en
su mocedad, mucho antes de tener mujer e hijos. Era un tiempo más
remoto, lejano y oscuro; aquella sensación de la noche. Se llenaba
de eso su corazón, donde le empezaba la sangre. Tantos años, tantos
años. Habían escapado, siendo muchacho. Únicamente le venía ese
temblor de la oscuridad: la aldea, con casas de piedras negras sin
trabazón y los tejados de montones de pizarras, entre las que salía
el humo del fuego, como una niebla. La aldea como una piña abierta y
seca entre los cantiles de la sierra. Los hermanos y la madre vieja
sentados en el suelo. Había hambre; todos los días había hambre.
Se levantaba cada mañana y subía por la trocha hasta el bancal de
los habichuelos. Los ponían a secar al sol, sobre las pizarras del
tejado; manchas blancas, amarillas, de las pobres cosechas de
habichuelos secándose al sol, sobre la negrura del pueblo. Y más
hambre. El sol daba pocas horas sobre el breve cielo azul de la
barranca. La aldea, la alquería, estaba en lo hondo de un cañón,
donde corría el río. Detrás, estaban las montañas. «Me voy a ir
a Castilla a mendigar». Se fue. Pero lo más doliente era aquella
sensación de la noche, debajo de la cual se notaba la tierra tan
viva, gritando con la voz de los grillos. Subió por el camino alto,
a la montaña. Abajo, quedaban sesenta o setenta casas negras como la
piedra, y temblaban las luces de los candiles y el ruido del río. Su
madre y sus hermanos seguirían sentados alrededor de los habichuelos
metiendo deprisa las cucharas, las manos, en silencio, sin tiempo
para matar el hambre. Sentía los ojos pequeños de sus hermanos.
«Leónides tenía siete años». Andrés estaba huyendo aún. Había
en su memoria pueblos grandes, alegres, de pícaros, de diversiones,
de tabernas, de casas blancas; más todo su recuerdo volvía
oscuramente hasta la noche aquella cuando cruzó por el camino alto,
oliendo los brezos por última vez y sintiendo las piedras rodar a su
paso. Sí, la alquería era como una piña seca y abierta. Se había
vuelto Andrés, para mirar la negrura. En el cielo estrecho del
valle, las estrellas brillaban con más fuerza que cualquier
noche. Le volvía aquel ahogo. Le parecía que toda su vida la había
pasado perseguido. Necesitaba beber vino.
Antonio
Ferres, La piqueta, Gadir editorial, Madrid, 2018.
Belmonte esperó mirando las montañas sin verlas. Hasta su mente no llegaba más que una sucesión de imágenes como fotografías de un perdido álbum y en todas ellas estaba Verónica. La mañana que se acercó a ella en un acto político bajo los frondosos árboles de un parque y supo que no quería alejarse. La tarde que tomó en sus manos su rostro y lo acercó hasta rozar sus labios rojos y supo que el amor era posible. La noche que vio sus ojos cerrados en el instante supremo del amor mientras la luz intrusa de la luna acariciaba su cuerpo desnudo. La hora amarga que abrazados lloraron a los primeros compañeros muertos. La hora indeseada en que se separaron, Verónica y él en una habitación extraña a la que habían llegado cambiando varias veces de bus, caminando alerta, deteniéndose a observar en los reflejos de las vitrinas o en los espejos laterales de los autos estacionados la posible presencia de seguidores. La hora maldita de sus lágrimas rebeldes el día que decidieron dejar de verse porque la clandestinidad así lo imponía. La imagen de un hombre solo, armado y buscándola por las calles de Santiago, vagando cerca de cuarteles y comisarías, llenándose de odio y de tristeza hasta hacer del odio y la tristeza los tatuajes sobre la piel del hombre que pasó por Argelia y Moscú, aprendió a matar con eficacia sin encontrar un delta para desaguar toda esa bronca y se largó a buscar desquite en las selvas de Nicaragua. La imagen de un hombre aferrado a un teléfono en una casa de Hamburgo el día de su regreso de la muerte. La imagen de un hombre entrando a una casa modesta de Santiago, guiado por una mujer humilde y buena hasta la presencia de Verónica sentada en una silla y con la mirada perdida más allá de los muros, del aire, del amor, de la presencia del hombre que besaba su frente acariciando la larga cabellera negra. Verónica junto al hombre que asía su mano durante el vuelo a Hamburgo, su mirada al mar gris de Copenhague antes de entrar a la clínica del doctor Christiansen especializada en víctimas de la tortura, sus pequeños gestos recuperados, los sabe quién eres, los basta mencionar tu nombre y cambia, los sí, grita y gime por las noches, pero al despertar se aferra a tu fotografía. La imagen de un silencio de más de treinta años apenas roto por su mano buscando la suya, por su cabeza apoyándose en su hombro, por su leve sonrisa al oír poemas de Juan Gelman o Mario Benedetti frente al mar frío de Puerto Carmen. La imagen de Verónica con la mirada perdida en el volcán Corcovado, como si en la cima nevada del gigante se encontrara la llave que abriría la puerta y entonces volvería para siempre.
Belmonte
dejó la Beretta en el departamento y salió a las calles. A las
cuatro de la tarde se notaba el ajetreo de vehículos abandonando la
ciudad para el fin de semana en la costa o en el campo. Febrero se
despedía, en pocos días se produciría el cambio de
gobierno, Michelle Bachelet entregaría la banda tricolor de las
promesas no cumplidas a Sebastián Piñera para que hiciera lo mismo,
los estudiantes empezarían las clases y el otoño iría desterrando
el calor día tras día.
Luis
Sepúlveda,
El
fin de la historia,
Tusquets editores, Barcelona, 2018.
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