Un
razonable orgullo de la España
democrática y de progreso
democrática y de progreso
Durante
años se ha convertido en estereotipo analizar nuestra historia como
una concatenación de fracasos, hasta el punto de hacer inviable la
idea misma de España.
Ha
estado de moda durante décadas sentir dolores por España, constatar
que su devenir siempre acababa mal o incluso llegar a la conclusión
cejijunta de que los españoles no estábamos preparados para la
democracia, como se propagaba en los tiempos del régimen
nacionalcatólico. Éramos, al parecer, un país sin remedio, que
solo se podía conducir con mano de hierro por brutencios salvadores
de la patria, que sí sabían lo que nos convenía; o que había que
desmembrar por fascículos, por la imposible convivencia de las
autonomías ricas con seres del sur o venidos del sur, a los que se
nombraba y consideraba como genéticamente inferiores.
En
el siglo pasado, el nacionalismo vasco que asesinaba estableció en
el discurso justificativo de sus crímenes el epíteto español como
sinónimo de insulto. En los últimos años de este
siglo XXI asistimos a lo que eufemísticamente comenzó a
llamarse proceso de desafección, promovido en principio
por el nacionalismo catalán burgués, que fijaba también a España,
simbolizada al parecer en el sintagma Madrid, como
síntesis de todos los males, sin mezcla de bien alguno. Dentro de
España no había salvación, pensaban y piensan algunos
nacionalistas supremacistas que viven en regiones opulentas en lo
económico y con bastante miseria política.
La
guerra civil (1936-1939), sin duda alguna el acontecimiento histórico
más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más
decisivo de su historia (Juan Benet), condiciona aún nuestra
historia reciente en varios sentidos. Acabó con la experiencia
democrática y de progreso que representó la Segunda República,
prestó munición para encubrir otros proyectos totalitarios, en
principio no percibidos como tales, y construyó, por la dictadura
que siguió a la guerra, una imagen de España en el mundo que
todavía se esgrime por algunos con todos sus tópicos a la hora de
analizar nuestra realidad actual.
La
pérdida en 1898 de las posesiones coloniales americanas y oceánicas
fue otro «episodio crucial que sumió a nuestro país en una fase de
traumática autocrítica y proyectos de regeneración» e
impuso «la conciencia de que España no era una gran potencia ni la
española pertenecía, quizá, según las ideas de la época, a la
categoría de “razas superiores”» (Álvarez Junco).
De
manera que pasamos de una visión de la historia de España expresada
en términos épicos por el nacionalismo español a una versión de
España como artefacto nefasto, construida por el nacionalismo vasco
y expresada más recientemente por el nacionalismo catalán. En las
dos versiones falseadas no hay desde luego una voluntad de rigor
histórico, más bien estamos ante manipulaciones confeccionadas para
justificar propuestas nacionalistas y planes supremacistas; en su
día, por el régimen franquista, y en la actualidad, por el
nacionalismo catalán.
Hay
en los nacionalismos una formulación de sus exigencias en términos
trágicos, agónicos, con la que se pretende defender su esencia
absolutista inaplazable, la urgencia de sus imposiciones.
Afortunadamente,
en la actualidad cobra vigencia una forma de escribir nuestra
historia basada en el rigor, que establece las cualidades más
relevantes, sin enfoques hagiográficos ni flagelaciones.
La
ofensiva de los nacionalistas radicales catalanes ha propiciado un
afán por conocer a fondo la historia de España de manera
rigurosa, ateniéndose a los hechos. Este afán explica en buena
medida las ventas masivas de libros como el de María Elvira Roca
Barea Imperiofobia y leyenda negra. De la misma forma que
el final de la banda terrorista y su derrota por la democracia
española ha disparado, con perdón, el interés por una novela
cuajada, un episodio nacional galdosiano como Patria, de
Fernando Aramburu. Retrato acabado de la realidad de lo que ha sido
el terrorismo y sus formas de vida expandidas en bomba de racimo: el
odio, el miedo, el silencio; y de muerte: el tiro en la nuca, la
tortura del secuestro, el «algo habrá hecho» enunciado por el
idiota moral de guardia, que durante años justificó tantos
crímenes.
Hoy
asistimos a una narración de la historia de España que repara en
sus evidentes hechos positivos, encomiables, de progreso, y que
demuestra cómo no somos únicos en el mundo en los episodios
criticables.
Por
mi parte, he tratado de narrar los aspectos de los que los españoles
podemos sentirnos razonablemente orgullosos en nuestra historia más
reciente. Desde las maestras de la República hasta la ley de
matrimonios de personas del mismo sexo. De las Misiones Pedagógicas
a la Transición. De la Constitución de Cádiz de 1812 a la longeva
Constitución vigente de 1978. De la creación por Miguel de
Cervantes de la novela moderna a las mujeres escritoras españolas y
los directores de cine, los pintores, los retratistas de nuestros
personajes, la gente que se la jugó para acabar con el terrorismo y
garantizar las libertades.
Estas
líneas quieren ser un elogio de la democracia española actual sobre
la base de una hermosa definición: algo conquistado por hombres y
mujeres, calle por calle, árbol por árbol, como una cosa que se
puede tocar, durante días seguidos y noches enteras, que cuenta
Javier Pérez de Andújar.
José María
Calleja, del Prólogo de Lo bueno de España, Planeta,
Barcelona, 2020.
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