martes, 21 de abril de 2020

in memoriam (con gratitud)


Un razonable orgullo de la España
democrática y de progreso

Durante años se ha convertido en estereotipo analizar nuestra historia como una concatenación de fracasos, hasta el punto de hacer inviable la idea misma de España.
Ha estado de moda durante décadas sentir dolores por España, constatar que su devenir siempre acababa mal o incluso llegar a la conclusión cejijunta de que los españoles no estábamos preparados para la democracia, como se propagaba en los tiempos del régimen nacionalcatólico. Éramos, al parecer, un país sin remedio, que solo se podía conducir con mano de hierro por brutencios salvadores de la patria, que sí sabían lo que nos convenía; o que había que desmembrar por fascículos, por la imposible convivencia de las autonomías ricas con seres del sur o venidos del sur, a los que se nombraba y consideraba como genéticamente inferiores.
En el siglo pasado, el nacionalismo vasco que asesinaba estableció en el discurso justificativo de sus crímenes el epíteto español como sinónimo de insulto. En los últimos años de este siglo XXI asistimos a lo que eufemísticamente comenzó a llamarse proceso de desafección, promovido en principio por el nacionalismo catalán burgués, que fijaba también a España, simbolizada al parecer en el sintagma Madrid, como síntesis de todos los males, sin mezcla de bien alguno. Dentro de España no había salvación, pensaban y piensan algunos nacionalistas supremacistas que viven en regiones opulentas en lo económico y con bastante miseria política.
La guerra civil (1936-1939), sin duda alguna el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia (Juan Benet), condiciona aún nuestra historia reciente en varios sentidos. Acabó con la experiencia democrática y de progreso que representó la Segunda República, prestó munición para encubrir otros proyectos totalitarios, en principio no percibidos como tales, y construyó, por la dictadura que siguió a la guerra, una imagen de España en el mundo que todavía se esgrime por algunos con todos sus tópicos a la hora de analizar nuestra realidad actual.
La pérdida en 1898 de las posesiones coloniales americanas y oceánicas fue otro «episodio crucial que sumió a nuestro país en una fase de traumática autocrítica y proyectos de regeneración» e impuso «la conciencia de que España no era una gran potencia ni la española pertenecía, quizá, según las ideas de la época, a la categoría de “razas superiores”» (Álvarez Junco).
De manera que pasamos de una visión de la historia de España expresada en términos épicos por el nacionalismo español a una versión de España como artefacto nefasto, construida por el nacionalismo vasco y expresada más recientemente por el nacionalismo catalán. En las dos versiones falseadas no hay desde luego una voluntad de rigor histórico, más bien estamos ante manipulaciones confeccionadas para justificar propuestas nacionalistas y planes supremacistas; en su día, por el régimen franquista, y en la actualidad, por el nacionalismo catalán.
Hay en los nacionalismos una formulación de sus exigencias en términos trágicos, agónicos, con la que se pretende defender su esencia absolutista inaplazable, la urgencia de sus imposiciones.
Afortunadamente, en la actualidad cobra vigencia una forma de escribir nuestra historia basada en el rigor, que establece las cualidades más relevantes, sin enfoques hagiográficos ni flagelaciones.
La ofensiva de los nacionalistas radicales catalanes ha propiciado un afán por conocer a fondo la historia de España de manera rigurosa, ateniéndose a los hechos. Este afán explica en buena medida las ventas masivas de libros como el de María Elvira Roca Barea Imperiofobia y leyenda negra. De la misma forma que el final de la banda terrorista y su derrota por la democracia española ha disparado, con perdón, el interés por una novela cuajada, un episodio nacional galdosiano como Patria, de Fernando Aramburu. Retrato acabado de la realidad de lo que ha sido el terrorismo y sus formas de vida expandidas en bomba de racimo: el odio, el miedo, el silencio; y de muerte: el tiro en la nuca, la tortura del secuestro, el «algo habrá hecho» enunciado por el idiota moral de guardia, que durante años justificó tantos crímenes.
Hoy asistimos a una narración de la historia de España que repara en sus evidentes hechos positivos, encomiables, de progreso, y que demuestra cómo no somos únicos en el mundo en los episodios criticables.
Por mi parte, he tratado de narrar los aspectos de los que los españoles podemos sentirnos razonablemente orgullosos en nuestra historia más reciente. Desde las maestras de la República hasta la ley de matrimonios de personas del mismo sexo. De las Misiones Pedagógicas a la Transición. De la Constitución de Cádiz de 1812 a la longeva Constitución vigente de 1978. De la creación por Miguel de Cervantes de la novela moderna a las mujeres escritoras españolas y los directores de cine, los pintores, los retratistas de nuestros personajes, la gente que se la jugó para acabar con el terrorismo y garantizar las libertades.
Estas líneas quieren ser un elogio de la democracia española actual sobre la base de una hermosa definición: algo conquistado por hombres y mujeres, calle por calle, árbol por árbol, como una cosa que se puede tocar, durante días seguidos y noches enteras, que cuenta Javier Pérez de Andújar.


José María Calleja, del Prólogo de Lo bueno de España, Planeta, Barcelona, 2020.

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