¡ay,
no seas bruto, que me haces daño...! —Se tapó el pecho con los
brazos, notaba aún los dientes de él, pero no recogió la mirada
anhelante ni la ternura de su mano acariciando su pelo, de modo que
siguió hablando—: ¿Lo ves?, todos sois iguales, y luego qué,
también de eso os cansáis,... qué haces, por favor...— Su voz
perdía firmeza, se fue haciendo líquida—. Eso no, sabía que
pasaría eso... ¿Qué vas a pensar de una chica que se deja...? Pero
dime, ¿estas motos también son robadas? Aunque a ti por lo menos
nunca te he visto borracho ni haciendo gamberradas por el barrio, es
la verdad, las cosas como sean... Eso no, te digo. ¿Cómo puedes
pensar que yo..., dónde crees que tiene una la honra?
Él
la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su
entrepierna estaba tan helada... Se ladeó apretando los dientes con
rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de
su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para
guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los
ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz
hasta que se le saltaron las lágrimas.
***
Y
todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha,
prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas
en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos
temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas
fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y
tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero,
todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo
el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos
cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos
admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos
cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes
antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa
música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela
plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate
misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa
canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos
tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer
sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución
bajo el sol...
Luego,
sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente
junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las
pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra
caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real
presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la
Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la
oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones,
de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas,
las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad:
extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una
ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia
miserable.
***
“¿Quiere
usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había
decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero
iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban
los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que
la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y
estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando,
de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de
la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se
agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al
parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas.
Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo.
“¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al
amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era
un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de
esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a
agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos
pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le
miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando
notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y
aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un
tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros
escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo
entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una
muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es
uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El
domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de
teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”.
“Y ¿le has llamado...?”, preguntó la otra.
Juan
Marsé, Últimas tardes con Teresa, Editorial Seix Barral,
Barcelona, 1972
Pero no era un Pijoaparte.
ResponderEliminarDigamos que pudo haber sido un Pijoaparte venido a más...
ResponderEliminarUna anécdota: no creo que haya ningún alumno -de los míos- que no me haya escuchado poner como ejemplo del concepto de 'honra' el episodio que he seleccionado aquí.