domingo, 19 de julio de 2020

aventis




¡ay, no seas bruto, que me haces daño...! —Se tapó el pecho con los brazos, notaba aún los dientes de él, pero no recogió la mirada anhelante ni la ternura de su mano acariciando su pelo, de modo que siguió hablando—: ¿Lo ves?, todos sois iguales, y luego qué, también de eso os cansáis,... qué haces, por favor...— Su voz perdía firmeza, se fue haciendo líquida—. Eso no, sabía que pasaría eso... ¿Qué vas a pensar de una chica que se deja...? Pero dime, ¿estas motos también son robadas? Aunque a ti por lo menos nunca te he visto borracho ni haciendo gamberradas por el barrio, es la verdad, las cosas como sean... Eso no, te digo. ¿Cómo puedes pensar que yo..., dónde crees que tiene una la honra?
Él la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su entrepierna estaba tan helada... Se ladeó apretando los dientes con rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz hasta que se le saltaron las lágrimas.

***

Y todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha, prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero, todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución bajo el sol...
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.

***
¿Quiere usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando, de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas. Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo. “¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”. “Y ¿le has llamado...?”, preguntó la otra. 

Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1972


2 comentarios:

  1. Digamos que pudo haber sido un Pijoaparte venido a más...
    Una anécdota: no creo que haya ningún alumno -de los míos- que no me haya escuchado poner como ejemplo del concepto de 'honra' el episodio que he seleccionado aquí.

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