viernes, 9 de octubre de 2020

nobel

Un mito sobre la entrega

Cuando Hades decidió que amaba a aquella chica
le construyó una réplica de la tierra;
todo era igual, incluso el prado,
pero con una cama

Todo igual, hasta la luz del sol,
pues para una joven sería difícil
pasar tan deprisa de la luz a la total oscuridad.

Pensó en introducir la noche poco a poco,
primero como sombras de hojas que se agitan.
Después luna y estrellas. Y más tarde sin luna y sin estrellas.
Que Perséfone se vaya acostumbrando, pensó él,
al final lo encontrará reconfortante.

Un duplicado de la tierra
sólo que en él había amor.
¿No es amor lo que todos quieren?

Esperó largos años,
construyendo un mundo, observando
a Perséfone en el prado.
Perséfone, la que olfateaba, la que degustaba.
Si te apetece una cosa
te apetecen todas, pensó él.

¿No quiere todo el mundo sentir por la noche
el cuerpo amado, brújula, estrella polar,
oír la respiración tranquila que dice
estoy vivo y que significa también:
estás vivo porque me oyes,
estás aquí, a mi lado; y que cuando uno se gire,
se gire el otro?

Eso es lo que sintió el señor de las tinieblas
al mirar el mundo que había
construido para Perséfone. No se le ocurrió siquiera
que allí no se podría olfatear.
Ni comer, eso es seguro.

¿Culpa? ¿Terror? ¿Miedo de amar?
Él no podía imaginarse tales cosas,
ningún enamorado se las imagina.

Él sueña, se pregunta cómo llamar a ese sitio.
Piensa: El Nuevo Infierno. Después: El Jardín.
Al final decide que se llame
La infancia de Perséfone.

Una tenue luz despunta sobre la bien trazada pradera,
detrás de la cama. Él la coge en brazos. Quiere
decirle: Te quiero, nada puede dañarte

pero cree
que es mentira, y al final le dice
estás muerta, nada puede dañarte,
lo cual se le antoja
un inicio más prometedor, más verdadero.


Louise Glück, Averno, Pre-Textos, Valencia, 2011

trad. de Abraham Gragera López y Ruth Miguel Franco

 

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