Un mito sobre la entrega
Cuando
Hades decidió que amaba a aquella chica
le construyó una
réplica de la tierra;
todo era igual, incluso el prado,
pero
con una cama
Todo igual, hasta la luz del sol,
pues
para una joven sería difícil
pasar tan deprisa de la luz a la
total oscuridad.
Pensó en introducir la noche poco a
poco,
primero como sombras de hojas que se agitan.
Después
luna y estrellas. Y más tarde sin luna y sin estrellas.
Que
Perséfone se vaya acostumbrando, pensó él,
al final lo
encontrará reconfortante.
Un duplicado de la tierra
sólo
que en él había amor.
¿No es amor lo que todos
quieren?
Esperó largos años,
construyendo un mundo,
observando
a Perséfone en el prado.
Perséfone, la que
olfateaba, la que degustaba.
Si te apetece una cosa
te
apetecen todas, pensó él.
¿No quiere todo el mundo
sentir por la noche
el cuerpo amado, brújula, estrella
polar,
oír la respiración tranquila que dice
estoy vivo y
que significa también:
estás vivo porque me oyes,
estás
aquí, a mi lado; y que cuando uno se gire,
se gire el
otro?
Eso es lo que sintió el señor de las tinieblas
al
mirar el mundo que había
construido para Perséfone. No se le
ocurrió siquiera
que allí no se podría olfatear.
Ni
comer, eso es seguro.
¿Culpa? ¿Terror? ¿Miedo de
amar?
Él no podía imaginarse tales cosas,
ningún
enamorado se las imagina.
Él sueña, se pregunta cómo
llamar a ese sitio.
Piensa: El
Nuevo Infierno.
Después: El
Jardín.
Al
final decide que se llame
La
infancia de Perséfone.
Una
tenue luz despunta sobre la bien trazada pradera,
detrás de la
cama. Él la coge en brazos. Quiere
decirle: Te
quiero, nada puede dañarte
pero
cree
que es mentira, y al final le dice
estás
muerta, nada puede dañarte,
lo
cual se le antoja
un inicio más prometedor, más verdadero.
Louise Glück, Averno, Pre-Textos, Valencia, 2011
trad. de Abraham Gragera López y Ruth Miguel Franco
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