viernes, 16 de octubre de 2020

dignidad


La pérdida de trabajos a causa de la tecnología y la deslocalización ha coincidido con la sensación de que hoy es asimismo menor el respeto que la sociedad confiere al tipo de labores que la clase obrera desempeña. Ahora que el centro de gravedad de la actividad económica se ha desplazado desde la fabricación de cosas hacia la gestión de dinero, y que la sociedad colma de recompensas desproporcionadas a los gestores de fondos de cobertura, los banqueros de Wall Street y otros miembros de la clase de los profesionales cualificados con formación universitaria, la estima que merecía el trabajo entendido en el sentido tradicional del término se ha vuelto frágil e incierta.

Los partidos y las élites tradicionales ignoran esta dimensión de la política. Piensan que el problema de la globalización impulsada por el mercado solo es una cuestión de justicia distributiva, que quienes han salido ganando con el comercio globalizado, las nuevas tecnologías y la financiarización de la economía no han sabido compensar adecuadamente a quienes han salido perdiendo con estos fenómenos.

Con ello, sin embargo, hacen una interpretación errónea de la queja populista. También ponen de relieve un defecto del enfoque tecnocrático de gobierno. Al proceder en nuestro discurso público como si fuera posible externalizar el juicio moral y político hacia los mercados, o hacia los expertos y los tecnócratas, el debate democrático ha quedado vacío de significado y de sentido. Estos vacíos de significado público acaban siendo inevitablemente llenados por unas formas crudas, autoritarias, de identidad y pertenencia, ya sean en la modalidad de un fundamentalismo religioso o en la de un nacionalismo estridente.

Eso es lo que estamos presenciando en la actualidad. Cuatro décadas de globalización impulsada por el mercado han vaciado el discurso público, han desposeído de poder a los ciudadanos corrientes y han propiciado una reacción populista adversa que trata de revestir nuestra desnuda arena pública con un manto de nacionalismo intolerante y vengativo.

Para revitalizar la política democrática, es necesario que encontremos el modo de potenciar un discurso público más robusto desde el punto de vista moral, un discurso que se tome más en serio el corrosivo efecto que el afán meritocrático de éxito tiene sobre los lazos sociales que constituyen nuestra vida común.

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Cualquier respuesta seria a las frustraciones de la clase trabajadora debe combatir la condescendencia de la élite y el prejuicio credencialista que tan común se ha vuelto en la cultura pública. También debe situarse la dignidad del trabajo en el centro de la agenda política. No es tan fácil como podría parecer. Desde diferentes tendencias ideológicas, se tiende a manejar ideas contrastadas de lo que significa que una sociedad respete la dignidad del trabajo, sobre todo en una era en la que la globalización y la tecnología, reforzadas por una apariencia de inevitabilidad, amenazan con socavar tal dignidad. Sin embargo, la manera en que una sociedad honra y recompensa el trabajo es fundamental para su modo de definir el bien común. Pensar a fondo en el significado del trabajo exige de nosotros que afrontemos unas cuestiones morales y políticas que, de otro modo, tratamos de eludir, pero que nos acechan, desatendidas, bajo la superficie de nuestros descontentos presentes: ¿qué se considera que es una contribución valiosa al bien común y qué nos debemos los unos a los otros como ciudadanos?

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La dignidad del trabajo es un buen punto de partida. De entrada, es un ideal que provoca poca controversia. Ningún político se pronuncia en contra de él. Pero toda agenda política que pretenda tomárselo en serio —es decir, tratando el trabajo como un espacio para el reconocimiento— suscitará preguntas incómodas tanto para los liberales progresistas como para los conservadores de los partidos tradicionales. ¿Por qué? Porque pondrá en cuestión una premisa ampliamente compartida por quienes defienden la globalización basada en el mercado: la idea de que los resultados del mercado reflejan el verdadero valor social de las contribuciones de las personas al bien común.

Si pensamos en las remuneraciones, la mayoría estaríamos de acuerdo en que lo que las personas cobran por hacer sus diversos trabajos exagera o subestima en muchos casos el verdadero valor social de las tareas que realizan. La pandemia de 2020 condujo a muchos a reflexionar, aunque fuera de un modo fugaz, en la importancia de las tareas realizadas por cajeros, repartidores, cuidadores y otros trabajadores esenciales pero remunerados modestamente. Solo un ferviente libertario liberal insistiría en defender que la contribución que un acaudalado magnate de los casinos hace a la sociedad es mil veces más valiosa que la de un pediatra. En una sociedad de mercado, sin embargo, cuesta resistirse a la tendencia a confundir el dinero que ganamos con el valor de nuestra contribución al bien común.

Esta confusión no solo obedece a una reflexión poco rigurosa. No acabaremos con ella simplemente elaborando y proponiendo argumentos filosóficos que revelen sus defectos. Es un reflejo del atractivo que ejerce la esperanza meritocrática de que el mundo esté dispuesto de tal forma que todos recibamos aquello que nos merecemos. Es la misma esperanza que ha alimentado el pensamiento providencialista desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta las referencias actuales al hecho de estar «en el lado correcto de la historia».

En las sociedades impulsadas por el mercado, interpretar el éxito material como una señal de merecimiento moral es una tentación persistente, pero es también una tentación a la que es preciso que nos resistamos reiteradamente. Una manera de hacerlo es debatiendo y poniendo en práctica medidas que nos insten a reflexionar, de forma deliberada y democrática, qué se considera que es una contribución verdaderamente valiosa al bien común y cuándo no son certeros los veredictos del mercado.

No sería realista esperar que un debate así vaya a concluir en un acuerdo; la del bien común es una definición inevitablemente discutible. Sin embargo, un renovado debate sobre la dignidad del trabajo trastocaría nuestras complacencias partidistas, vigorizaría moralmente nuestro discurso público y nos conduciría más allá de la polarizada contienda política que nos han legado cuatro décadas de fe en el mercado y de soberbia meritocrática.



Michael J. Sandel, La tiranía de la meritocracia. ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, Barcelona, 2020.

Trad. de Albino Santos Mosquera

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