sábado, 28 de septiembre de 2019

mots


(…) Pourtant la fausse parole transmettra entre les lignes un éclat de la vérité. “Ce ne sont pas les paysans qui se soulèvent, c’est Dieu !” – aurait dit Luther, au départ, dans un cri admiratif épouvanté. Mais ce n’était pas Dieu. C’étaient bien les paysans qui se soulevaient. À moins d’appeler Dieu la faim, la maladie, l’humiliation, la guenille. Ce n’est pas Dieu qui se soulève, c’est la corvée, les censives, les dîmes, la mainmorte, le loyer, la taille, le viatique, la récolte de paille, le droit de première nuit, les nez coupés, les yeux crevés, les corps brûlés, roués, tenaillés. Les querelles sur l’au-delà portent en réalité sur les choses de ce monde. C’est là tout l’effet qu’ont encore sur nous ces théologies agressives. On ne comprend leur langage que pour ça. Leur impétuosité est une expression violente de la misère. La plèbe se cabre. Aux paysans le foin ! aux ouvriers le charbon ! aux terrassiers la poussière ! aux vagabonds la pièce ! et à nous les mots ! Les mots, qui sont une autre convulsion des choses.

Eric Vuillard, La guerre des pauvres, Actes Sud, 2019

martes, 24 de septiembre de 2019

100 años


(…)   Entre el personal macho, casi todo en pie en la puerta de la calle y en el salón de invierno, junto al organillo, abundaban los barberos, muchos de ellos músicos de aquellas casas en las horas libres y casi todos discípulos de bandurria, guitarra o laúd del Ciego. Que éste enseñó a mover la prima y el bordón a varias generaciones de tomelloseros. Como guitarrista en el género flamenco, y especialmente en acompañamiento, no había quien le quitase la palma al Ciego en toda la provincia. Hasta de Argamasilla y Socuéllamos venían barberillos en bicicleta para que él, que no veía, les diese luz de guitarra. Entre los entendidos tenía fama de mover la izquierda sobre los trastes como el mismísimo Segovia. Había chulos y queridones de las «sicalípticas», con pañuelo blanco terciado al cuello, gorra de cuadritos, y los dedos enguantados de nicotina hasta la primera falange; alguaciles y policías retirados, que recibieron buen trato y favor del difunto en años mejores. Y discretamente apartados, señoritos finos, que le habían roto muchas sillas y bandurrias en noches gozosas; que tiraron al pozo veladores, sostenes y botellas del «Mono» en madrugadas agrias, y alguno que cierta madrugada de enero lanzó una «azofaifa» a los charcos de la calle, porque no quiso bailarle el moro. En grupo aparte, con las caras largas y el pito en la boca o el puro entre dedos, la corte de los flamencos de todas las edades: los viejos, que sólo conservaban el compás o el canto por lo «bajini» para los cabales; los cuarentones, como Tizón, que todavía alzaban su voz con grietas en los ratos que estaban a gusto, y los mocetes de la última hornada, que cantaban a todas horas; amén del guitarrista señorito, que sólo tocaba cuando llegaban los Domecq o la Niña de los Peines y en sesiones privadísimas. En fin, allí estaban todos los productores del ramo de la fornicativa.

(…)

Francisco García Pavón, El entierro del Ciego, en Cuentos republicanos, Editorial Menoscuarto, Palencia, 2009

muro opaco

SÉ TÚ MI LÍMITE


Tu cuerpo puede
llenar mi vida,
como puede tu risa
volar el muro opaco de la tristeza.


Una sola palabra tuya
quiebra la ciega soledad
en mil pedazos.


Si tú acercas tu boca inagotable
hasta la mía,
bebo sin cesar
la raíz de mi propia existencia.


Pero tú ignoras cuánto
la cercanía de tu cuerpo
me hace vivir
o cuánto
su distancia me aleja de mí mismo
me reduce a la sombra.


Tú estás, ligera y encendida,
como una antorcha ardiente
en la mitad del mundo.


No te alejes jamás.
Los hondos movimientos
de tu naturaleza son
mi sola ley.
Retenme.
Sé tú mi límite.
Y yo la imagen
de mí, feliz, que tú me has dado.




José Angel Valente


jueves, 19 de septiembre de 2019

sin alegría

Donde pares la escucha oirás estos días voces de rabia y cabreo, susurros de indignación -sí, incluso de y entre los tuyos- y avisos de deserción y castigo. Están listos estos si creen que los voy a votar otra vez...
Y uno, que se cuenta entre los de la indignación y la rabia, que sabe que la derecha a la que salimos a parar hace unos meses se encuentra instalada, pactos mediante, en el corazón mismo de no pocos y muy importantes ayuntamientos y comunidades (de donde no la sacarán nuestros votos el 10N), que sabe que el capitalismo es más predador cada día y tan sin alma como siempre y no olvida que nuestra democracia no fue un regalo sino una conquista dolorosa y dura, fatigosa y larga, quiere también ponerse a la escucha y oye.
Oye, oigo, a una mujer de pensión muy corta -así la llama- que da gracias a los gestores de un economato popular. Y gracias a eso como, que tengo conmigo a una hija que es madre soltera, y a otra separada. Y un hijo con malas costumbres. Lo dice así, malas costumbres: amor de madre.
Oigo, y leo, que el amigo de madre poeta y clara se suma a un incipiente movimiento vecinal contra la proliferación de casas de apuestas que pespuntean el mapa de la patria entera (y se comen la juventud y los sueños de los barrios más pobres) y que el encuentro será mañana y el lugar un centro que lleva el nombre de Marcelino Camacho.Vecinos que se organizan para defenderse antes de que sus hijos -¿por qué tan cercanas a colegios e institutos?- lleguen a necesitar para combatir su ludopatía un apoyo que los recortes en sanidad acabarán regateándoles. También entiendo, sí, a los que piensan que quizás mejor someterlas a la purificación redentora de las llamas, y dios y el exministro de justicia metido a consejero de la cosa me libren de malos pensamientos.
Oigo, leo, pienso. Y pienso que soy porque me irrito.Y me da por teorizar que, rodeados de tanta soberbia mediocre y de tan tamaños egos, no es desertar la solución ni abstenerse el remedio. Esa sería la vía más veloz para que la mujer de la pensión muy corta y su hijo, el de la mala costumbre de jugarse lo que a la madre no le sobra, sucumban más rápidamente. Y no faltará entonces la vox de los que dirán que claro está, que qué querrán con la vida que llevan.
Votar sin alegría. Es lo que haré. No sin echar de menos, y cada vez más, la ausencia de mecanismos de debate y participación de verdad -de la telemática poco espero- que me permitan exigir responsabilidades a quienes hoy por hoy son ejemplo de irresponsabilidad y de impericia. Porque -y es un decir- ¿sería un proceder acertado castigar a Pedro Sánchez dejando de votar socialista? A no ser que hayamos caído en dar por bueno que son estos de hoy, y no nuestros/sus partidos y organizaciones, la encarnación y el símbolo de las ideas y los valores que han movido y mueven nuestras vidas.
Uno no lo piensa así, ni lo admite. Y por eso iré a votar. Sin alegría.

martes, 17 de septiembre de 2019

conciencia

Me quedé en la cocina, en un viejo sillón de cuero, con una copa globo de blanco moldavo. Me resultaba muy placentero seguir una línea de pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no era el primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana como especie podía verse como una serie de degradaciones encaminadas hacia la extinción. Un día estuvimos entronizados en el centro del universo, y el sol y los planetas, y el mundo observable en su integridad, giraban en torno a nosotros en una danza intemporal de adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la astronomía despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol, una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente únicos, designados por el creador para ser señores de todo lo viviente. Luego la biología confirmó que éramos parejos al resto de los seres, y que compartíamos unos ancestros comunes con las bacterias, las violetas, las truchas y las ovejas. A principios del siglo XX nos sumimos en un exilio aún más oscuro cuando la inmensidad del universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia que a su vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a la conciencia, nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos al creer que ocupábamos un lugar de preeminencia respecto del resto de las criaturas del planeta. Pero la mente que un día se había rebelado contra los dioses estaba a punto de destronarse a sí misma por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra comprensión. ¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?
Aquellos pensamientos hueros merecían una segunda copa aún más llena, y me la serví. Con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, me fui acercando a ese recinto mal iluminado donde la autocompasión se vuelve un placer meloso. (…)
****
(…) Antes de la llegada de Adán había participado en marchas; un impostor que iba detrás de orgullosas banderolas sindicales subiendo por Whitehall para escuchar los discursos en Trafalgar Square. Yo no era obrero. No fabricaba ni inventaba ni prestaba servicio alguno, ni aportaba nada al bien común. Moviendo cifras por la pantalla, buscando ganancias rápidas, contribuía a él en la misma medida que los tipos de pitillo eterno en la boca que se veían a la entrada de las casas de apuestas de la esquina de mi calle.
En una de las marchas se colgó en una horca, junto a la Columna de Nelson, a un burdo robot hecho de cubos de basura y latas. Benn, el conferenciante estrella, dirigió un gesto hacia él desde el estrado y condenó tal ahorcamiento tachándolo de ludita. En la era de la mecanización avanzada y la inteligencia artificial, dijo a la multitud, los empleos ya no podrían protegerse. No en una economía dinámica, inventiva y globalizada. Los empleos para toda la vida eran cosa del pasado. Hubo abucheos y aplausos lentos. Muchos se perdieron lo que vino después. La flexibilidad en el trabajo debía combinarse con la seguridad para todos. No eran los empleos lo que había que proteger, sino el bienestar de los trabajadores. La inversión en infraestructuras, el aprendizaje, la educación superior y el salario universal. Los robots pronto generarían una gran riqueza en la economía. Tendrían que estar sujetos a gravamen. Los trabajadores deberían poseer acciones de las máquinas que estaban desestabilizando o destruyendo sus empleos. En la multitud que ocupaba la plaza, hasta lo alto de los escalones que ascendían hasta la entrada de la National Gallery, reinaba el desconcierto y un silencio casi absoluto, con aplausos dispersos y silbidos. Algunos pensaban que la primera ministra ya había dicho todo aquello, salvo lo relativo al crédito universal. ¿El nuevo líder de la oposición se había pasado al bando contrario al convertirse en miembro del Consejo Real, o a cambio de una visita a la Casa Blanca, o de una invitación a tomar el té con la reina? El mitin terminó con un ánimo general de confusión y abatimiento. Lo que la mayoría de la gente recordaba, lo que dio lugar a los titulares de prensa, fue que Tony Benn había dicho a sus seguidores que no le importaban sus empleos.


Ian McEwan, Máquinas como yo, Editorial Anagrama, Barcelona, 2019.
Traducción de Jesús Zulaika.

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