Como tantas mujeres,
yo no tengo habitación propia para escribir. Escribo en la misma mesa en la que
trabajo como veterinaria las tardes de oficina, fuera del horario laboral,
respondiendo correos, rellenando hojas de cálculo, pasando a limpio notas
de campo. Escribo en la misma mesa en la que como. Escribo en la misma mesa en
la que mi vida se sucede, un espacio delimitado, plano, sin paredes que lo
contengan, pero que se apoya en una pared que se convierte en el único
horizonte en el que puedo acurrucarme cuando me siento a escribir. Mi vida se
sucede en esta mesa porque es el primer sitio donde pongo todo nada más
llegar a casa. Los libros que llegan, el portátil, las llaves, la compra, el
bolso de trabajo, la ropa recogida de la azotea, las notas y los cuadernos que
se desperdigan por la mesa con apuntes que luego nunca aparecen cuando se los
necesita. Siempre que me siento a ella tengo que pararme a recolocar todo lo
que descansa sobre la superficie. Todo lo que me estorba para la tarea que
quiero hacer. Ésta es mi célula. Así es mi celda particular y propia.
Pero antes de la mesa, antes de las notas, los tachones y la
escritura, necesito caminar. Ir al pueblo, volver. Pisar por donde lo hicieron
mis antepasados. Necesito ese ejercicio, como si fuera una ceremonia a seguir a
rajatabla, una necesidad absoluta. Estos últimos años, he vuelto a hacer lo
mismo que me hacía tan feliz de pequeña. Regresar al pueblo siempre que
puedo, escaparme al campo de mi familia. Ver a mi tío trabajar con sus
animales, la complicidad con sus perros pastores, intentar ayudarlo, empaparme
de todo lo que me cuenta y lo que no, de sus gestos y sus tareas, de su entrega
con el campo. Detalles que no tienen importancia hasta que suceden y aparecen.
También los días se me hacen cortos cuando salgo con mi padre y no deja de
contarme historias sobre los que habitaron y trabajaron la tierra. Siempre
vuelvo con el cuaderno lleno de nombres de plantas, especies en latín y sus
denominaciones familiares, plumas, notas a lápiz de avistamientos y rastros.
Canastos llenos de setas, manojos de espárragos, ramitos de orégano, bolsas de
tela llenas de endrinas. Ir al campo con él no se reduce a pisar sólo la
tierra y a contemplar. Es una incursión completa en la tierra y en todo lo que
hay en ella. Porque aprendes a mirar el paisaje de otra forma, comienzas a ver
elementos que al principio no aparecen, no tienen cabida en la primera imagen
que se forma ante ti. También comienzas a mirar por donde pisas, tienes cuidado
al caminar, hay que saber andar por el campo, sin hacer ruido, alterando lo
menos posible el camino invisible que sin darte cuenta has empezado a gestar.
Te conviertes en una observadora atenta, expectante ante cualquier cambio que
pueda producirse delante de ti. El canto de un pájaro que no conoces, el crujir
de unas ramitas cerca, un encuentro inesperado con un animal que surge y hace
que el tiempo se detenga en ese instante. En el cruce de tus ojos con los
suyos, como si la mirada necesitara que el segundero parara para tomar
respiración y continuar. Como si la vida de vez en cuando necesitara la pausa
para tomar carrerilla y seguir.
María Sánchez, Tierra de mujeres, Seix Barral,
Barcelona, 2019
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