domingo, 22 de marzo de 2020

tomar carrerilla y seguir


Como tantas mujeres, yo no tengo habitación propia para escribir. Escribo en la misma mesa en la que trabajo como veterinaria las tardes de oficina, fuera del horario laboral, respondiendo correos, rellenando hojas de cálculo, pasando a limpio notas de campo. Escribo en la misma mesa en la que como. Escribo en la misma mesa en la que mi vida se sucede, un espacio delimitado, plano, sin paredes que lo contengan, pero que se apoya en una pared que se convierte en el único horizonte en el que puedo acurrucarme cuando me siento a escribir. Mi vida se sucede en esta mesa porque es el primer sitio donde pongo todo nada más llegar a casa. Los libros que llegan, el portátil, las llaves, la compra, el bolso de trabajo, la ropa recogida de la azotea, las notas y los cuadernos que se desperdigan por la mesa con apuntes que luego nunca aparecen cuando se los necesita. Siempre que me siento a ella tengo que pararme a recolocar todo lo que descansa sobre la superficie. Todo lo que me estorba para la tarea que quiero hacer. Ésta es mi célula. Así es mi celda particular y propia.
Pero antes de la mesa, antes de las notas, los tachones y la escritura, necesito caminar. Ir al pueblo, volver. Pisar por donde lo hicieron mis antepasados. Necesito ese ejercicio, como si fuera una ceremonia a seguir a rajatabla, una necesidad absoluta. Estos últimos años, he vuelto a hacer lo mismo que me hacía tan feliz de pequeña. Regresar al pueblo siempre que puedo, escaparme al campo de mi familia. Ver a mi tío trabajar con sus animales, la complicidad con sus perros pastores, intentar ayudarlo, empaparme de todo lo que me cuenta y lo que no, de sus gestos y sus tareas, de su entrega con el campo. Detalles que no tienen importancia hasta que suceden y aparecen. También los días se me hacen cortos cuando salgo con mi padre y no deja de contarme historias sobre los que habitaron y trabajaron la tierra. Siempre vuelvo con el cuaderno lleno de nombres de plantas, especies en latín y sus denominaciones familiares, plumas, notas a lápiz de avistamientos y rastros. Canastos llenos de setas, manojos de espárragos, ramitos de orégano, bolsas de tela llenas de endrinas. Ir al campo con él no se reduce a pisar sólo la tierra y a contemplar. Es una incursión completa en la tierra y en todo lo que hay en ella. Porque aprendes a mirar el paisaje de otra forma, comienzas a ver elementos que al principio no aparecen, no tienen cabida en la primera imagen que se forma ante ti. También comienzas a mirar por donde pisas, tienes cuidado al caminar, hay que saber andar por el campo, sin hacer ruido, alterando lo menos posible el camino invisible que sin darte cuenta has empezado a gestar. Te conviertes en una observadora atenta, expectante ante cualquier cambio que pueda producirse delante de ti. El canto de un pájaro que no conoces, el crujir de unas ramitas cerca, un encuentro inesperado con un animal que surge y hace que el tiempo se detenga en ese instante. En el cruce de tus ojos con los suyos, como si la mirada necesitara que el segundero parara para tomar respiración y continuar. Como si la vida de vez en cuando necesitara la pausa para tomar carrerilla y seguir.


María Sánchez, Tierra de mujeres, Seix Barral, Barcelona, 2019

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