Era
bizca y renga de una pierna. Aun así, la belleza no la abandonaba
nunca, trascendía
sus defectos. A pesar de los ríos de alcohol berreta que introducía
en su organismo, no caía nunca. Pero cuando bebía se ponía amarga,
el charme le soltaba la mano, era una vieja borracha mala y
sola, desesperada por una caricia, suplicante de amor, de que
alguien le tendiera la mano por la calle, de que alguna de nosotras
se atreviera a saltar las vallas y fuera a rescatarla de ese
castillo inhóspito donde se escondía.
«No
conozco las palabras papá ni mamá», me dijo un día. Miró para
otro lado cuando lo dijo, dramatizando el momento, para que doliera
más.
Se
había venido del Chaco sola, cuando todavía era menor de edad.
Había comenzado a travestirse sólo por las noches, tenía un
trabajo de día, hacía changas, y los viernes y sábados por la
noche se montaba como una reina con todos los elementos que le
proveía la pobreza: un rejunte de telas de dos pesos anudadas de tal
manera que simulaban escotes abismales y minifaldas que no se sabía
si estaban a punto de rasgarse o desmaterializarse en el aire.
La
lucha por la belleza nos había dejado a todas en los puros huesos,
pero sabíamos que, si nos descuidábamos, no sobreviviríamos ahí
en el Parque. Cada día había que tapar la barba, sacarse los
bigotes con cera, pasarse horas planchándose el pelo con la plancha
de la ropa, caminar sobre esos zapatos imposibles, hay que decirlo,
imposibles, cómo pudo alguien en el mundo inventar esos zapatos de
acrílico, tan altos que se podía ver el mundo entero desde arriba,
tan altos que no daban ganas de bajarse de ellos, tan altos que los
clientes pedían por favor que no te los sacaras, y los lamían
esperando saborear un poco de esa gloria travesti, esa frivolidad tan
honda, esos piesotes de varón coronados por zapatos de princesa
puta.
Ella
se paseaba como ninguna arriba de esos tacos, con su belleza siempre
al borde de desaparecer, de extinguirse, de abandonarla. Se llamaba
Patricia, aunque todas le decían La Renga, La Virola o El Loco. Se
llamaba Patricia por una hermanita que había tenido en el
Chaco, que murió de fiebre, sola en el rancho, y que ella encontró
cuando unos chanchos estaban a punto de comérsela. Ese fue el día
en que huyó de su casa para siempre. Tenía catorce años, sus
padres la despreciaban por maricón, pero ella no necesitaba permiso
de nadie: ni para permanecer donde quisiera ni para irse adonde le
diera la gana.
Le
gustaba tener el nombre de su hermana muerta, me dijo, el mismo
día en que me dijo que no conocía las palabras mamá y papá.
Estábamos las dos sentadas en la vereda esperando el colectivo, en
un momento de rara intimidad. Ella me hacía burla por mi voz de
concha, como se decía entonces, y yo le conté que mucha gente nos
confundía a mi mamá y a mí por teléfono. Ella se rio, se balanceó
hacia adelante y hacia atrás sin poder controlarse, y al rato
dijo:
−Me
gustaría ganarme el Quini 6 y mandarme a mudar. Irme a vivir a
Italia. Tengo una amiga que vive como una reina allá. Acá, en
cambio, te comés cada garrón, te subís a un auto y te voltea el
olor a bolas y el olor a culo. Me quiero ir a la mierda −dijo.
Y
después, como si toda la mesopotamia se le hubiera metido en la
mirada, como si todos esos esteros y chamamés, esas polcas y
acordeones enfermos de tristeza se le hubieran arrastrado hasta
adentro, dio vuelta la cara y dijo:
−No
conozco las palabras papá y mamá. No tengo padres. Estoy muerta
para ellos.
Y
pasó un auto, nos llamaron, nos subimos con dos preciosos ejemplares
de la buena vida argentina, dos corderitos bien alimentados con ganas
de ser mordidos, y nos fuimos al departamento de uno de ellos.
Camila
Sosa Villada, Las malas, Tusquets editores, Buenos Aires,
2019.
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