miércoles, 19 de febrero de 2020

renga

(...)
Era bizca y renga de una pierna. Aun así, la belleza no la abandonaba nunca, trascendía sus defectos. A pesar de los ríos de alcohol berreta que introducía en su organismo, no caía nunca. Pero cuando bebía se ponía amarga, el charme le soltaba la mano, era una vieja borracha mala y sola, desesperada por una caricia, suplicante de amor, de que alguien le tendiera la mano por la calle, de que alguna de nosotras se atreviera a saltar las vallas y fuera a rescatarla de ese castillo inhóspito donde se escondía.
«No conozco las palabras papá ni mamá», me dijo un día. Miró para otro lado cuando lo dijo, dramatizando el momento, para que doliera más.
Se había venido del Chaco sola, cuando todavía era menor de edad. Había comenzado a travestirse sólo por las noches, tenía un trabajo de día, hacía changas, y los viernes y sábados por la noche se montaba como una reina con todos los elementos que le proveía la pobreza: un rejunte de telas de dos pesos anudadas de tal manera que simulaban escotes abismales y minifaldas que no se sabía si estaban a punto de rasgarse o desmaterializarse en el aire.
La lucha por la belleza nos había dejado a todas en los puros huesos, pero sabíamos que, si nos descuidábamos, no sobreviviríamos ahí en el Parque. Cada día había que tapar la barba, sacarse los bigotes con cera, pasarse horas planchándose el pelo con la plancha de la ropa, caminar sobre esos zapatos imposibles, hay que decirlo, imposibles, cómo pudo alguien en el mundo inventar esos zapatos de acrílico, tan altos que se podía ver el mundo entero desde arriba, tan altos que no daban ganas de bajarse de ellos, tan altos que los clientes pedían por favor que no te los sacaras, y los lamían esperando saborear un poco de esa gloria travesti, esa frivolidad tan honda, esos piesotes de varón coronados por zapatos de princesa puta.
Ella se paseaba como ninguna arriba de esos tacos, con su belleza siempre al borde de desaparecer, de extinguirse, de abandonarla. Se llamaba Patricia, aunque todas le decían La Renga, La Virola o El Loco. Se llamaba Patricia por una hermanita que había tenido en el Chaco, que murió de fiebre, sola en el rancho, y que ella encontró cuando unos chanchos estaban a punto de comérsela. Ese fue el día en que huyó de su casa para siempre. Tenía catorce años, sus padres la despreciaban por maricón, pero ella no necesitaba permiso de nadie: ni para permanecer donde quisiera ni para irse adonde le diera la gana.
Le gustaba tener el nombre de su hermana muerta, me dijo, el mismo día en que me dijo que no conocía las palabras mamá y papá. Estábamos las dos sentadas en la vereda esperando el colectivo, en un momento de rara intimidad. Ella me hacía burla por mi voz de concha, como se decía entonces, y yo le conté que mucha gente nos confundía a mi mamá y a mí por teléfono. Ella se rio, se balanceó hacia adelante y hacia atrás sin poder controlarse, y al rato dijo:
Me gustaría ganarme el Quini 6 y mandarme a mudar. Irme a vivir a Italia. Tengo una amiga que vive como una reina allá. Acá, en cambio, te comés cada garrón, te subís a un auto y te voltea el olor a bolas y el olor a culo. Me quiero ir a la mierda −dijo.
Y después, como si toda la mesopotamia se le hubiera metido en la mirada, como si todos esos esteros y chamamés, esas polcas y acordeones enfermos de tristeza se le hubieran arrastrado hasta adentro, dio vuelta la cara y dijo:
No conozco las palabras papá y mamá. No tengo padres. Estoy muerta para ellos.
Y pasó un auto, nos llamaron, nos subimos con dos preciosos ejemplares de la buena vida argentina, dos corderitos bien alimentados con ganas de ser mordidos, y nos fuimos al departamento de uno de ellos.

Camila Sosa Villada, Las malas, Tusquets editores, Buenos Aires, 2019.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...