Ayer vino el sol y me trajo el asombro de los ojos de las niñas y su alborozo ante la maravilla de los experimentos que me explicaban, ellas mismas sus autoras, en Vive la ciencia, esa pequeña feria del conocimiento. Cómo la mayor densidad de la leche hacía que se mezclaran lentamente los colores, o esa bola de papel que no se mojaba pese a ser introducida en un recipiente lleno de agua.
Los más mayores me ayudaron a fabricar allí mismo cerveza y un brevaje a modo de cola. Ambos de mentirijillas. Las otras me llevaron de la mano en el proceso de construir una bola -un polímero- que acabó botando de forma irregular, a la medida de mi torpeza. Los más grandes del colegio La Paz me hicieron ver cómo el color de un 'bitter' no es más que para que te entre por los ojos, y las más pequeñas me enseñaron los trucos de hacer pompas de jabón, enormes algunas y todas tan efímeras. Espero que las fotos hayan quedado a la altura de su mágica evanescencia.
Antes fue la despedida. Se cerró el telón del Teatro Circo, y María Isbert recibió el aplauso de las personas que nos reunimos para estar con su familia. Con Carlos, su hijo, tan amable, comenté los trabajos y los días de una mujer trabajadora del teatro, del cine, de la tele. Estará en la crónica de nuestra sentimentalidad, en la presencia en más de doscientas películas, de los 19 a los 91 años. Y con tiempo para ser muy madre. Siete hijos. La despedimos con música, el hilo que la mantuvo con los suyos en sus últimos días.
Y sería después el tiempo de agradecer a los maestros y a las maestras su empeño por que el encuentro en torno a Los libros gigantes se vaya haciendo mayor. Diez años ya. Que me dieron pie para recodar con las niñas y niños de esos coles que los libros se hacen con la paciente entrega y el afán de muchos. Que primero, antes de ser escritos, se sueñan. Y que esperan, siempre, a un lector, una lectora, que los despierte.
Los maestros, las maestras, siempre imprescindibles. ¿De quién, si no, la maravilla y el poder de enseñar qué se esconde detrás de esas letras que, juntas, hacen palabras y alumbran rios y mares, hadas y gigantes, gnomos y bosques encantados y payasos de circo? Y, sobre todo, ardillas. Parece que las hay en el parque centenario de la ciudad amiga.
De libros. Encontré Contemplación, de Rubén Martín Diaz, que leí anoche, y un editor joven y entusiasta me regaló una Guía de poetas de Albacete. Para andar orientado y perderme a sabiendas entre princesas.
Es verdad: los libros se sueñan, por eso no tienen ni principio ni final y son, como los sueños, eternos.
ResponderEliminarAna María Matute dijo ayer: “el que no inventa, no vive", y también “si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado".
Y me emocionó oirla decir: “La literatura es el faro salvador de muchas de mis tormentas”. Porque eso mismo lo siento yo en muchos momentos. Y es bueno que esos niños que ahora se inician en la aventura y el sueño de leer lo sepan. La lectura es un bálsamo reparador. Y les hará más libres.
Y, sí, es cierto, hay ardillas en ese hermoso parque, yo las he visto. También las he soñado, que viene a ser lo mismo.
Un abrazo
¡Que tesoro más hermosos son los libros!
ResponderEliminarBesote enorme.