Se estrenaba abril y verdecía Toledo. Domingo de rezos y recuerdos, de celebración del fin de una querella que me lleva a la reflexión sobre la cultura y la humanización que supone, en el camino de la historia de los hombres, el ritual de dar tierra y sepultura a sus muertos.
En ciudades así el azar se conjuga con la necesidad, como (casi) siempre. Y no es de extrañar que unas obras -nuevas aulas para nuevos alumnos- sean la ocasión para que emerjan enterramientos antiguos, para que se descubran los restos de un cementerio judío en el que es hoy Instituto de Enseñanza Secundaria. Y, con el descubrimiento, la que puede ser interrupción del descanso eterno que para los alli enterrados quieren sus correligionarios.
Semanas de debates, meses de preocupación, conflictos entre las maneras extremas de entender la eternidad, el peso enorme del sentimiento -y del poder- de lo religioso y de quienes lo administran, interés diplomático, soluciones de compromiso, historia y arqueología, memoria y nombres adecuados al efecto. De todo eso, y aún más, hubo.
De todo eso me acuerdo mientras suenan las letanías de las oraciones en hebreo, esa lengua rediviva por el tesón como identidad de un pueblo disperso y plural. Mientras, un puñado de hombres -las mujeres, con los niños, discretamente apartadas- rezan en ese pequeño jardín que es ya campo santo, imponente la presencia de los rabinos de Madrid (el que lo es de las Españas) y de Londres, tan afable este último como amable, hombre de entendimiento que sabe cómo apaciguar los ánimos más exaltados.
Me dan la palabra, que aprovecho para hablar del recuerdo (ya sabéis, ese ejercicio que consiste en volver a pasar por el corazón) de los que allí aguardan, anónimos habitantes de una ciudad que dicen -y así lo dije- que quiso ser de la concordia en forma de cohabitación de tres culturas, tres lenguas, tres religiones.
Tendrán la suerte de vivir su muerte rodeados de vida. La de chicas y chicos que lucen con descaro su vitalidad, sus ganas de vivir y de ser. Buena compañía, la mejor sin duda, para descansar en paz.
Callaron los rezos en el IES Azarquiel. En el recién estrenado Museo del Ejército hacían un programa de radio cuyos ecos no llegaron a pesar de la espera. En un recinto cercano, madres jovencísimas (y algunos abuelos) acompañaban a sus pequeños en un viaje grato hacia la música. Me dijeron en el abril de un Toledo reverdecido que habían sido todo un éxito esos conciertos didácticos. Cosas de Ángel, el amigo vicealcalde, seguro.
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