Chico de interior, mi primer mar fue, contra todo pronóstico, el Cantábrico. Mi primera experiencia del sabor salado del agua de mar, chapuzón con poca fortuna. Aguas de un Bilbao ennegrecido, mediados los sesenta.
Es el Cantábrico un mar masculino, aires de carbón y acero, y un hosco batir de acantilados que lloran naufragios sin retorno. Pero mi mar, la mar que me abrió sus brazos y me señaló el horizonte infinito como norte y senda, femenina y griega, generosa de aceite y vino, es la mar Mediterránea. Y mi isla adolescente, la de almendros de nata, Mallorca.
Allí viví el amanecer temprano de una mar cálida y abierta, la sensualidad de un sol caricia, el acento suau i melós del catalán que guardan Maria del Mar Bonet y Ramon Llull y que quise aprender para entender mejor por qué mi amigo Joan, camas vecinas en aquel enorme dormitorio corrido, soñaba en una lengua que yo no acertaba a comprender.
Allí quedaron mis amigos, y ya para siempre la risa fresca de Ignacia, la chica de promesas imposibles que cruzó un día el mar para dedicar su vida a los más pobres y salvar así -que así lo creyó con fuerza y fe- la vida de su padre, mi abuelo. Y allí, muy cerca de donde ella descansa ahora, se esconde el rincón, sierra y marina, del único paraíso en el que querría yo perderme si algún día me diera finalmente por encontrarme. (Hoy por hoy -y mientras tanto- he dado la espalda a la renuncia y prefiero, sin dudar, la pasión que mata).
A mi isla he vuelto, viaje fugaz, de encuentro con Europa como centro y motivo. Paseo, desinquieto, pels carrers y me asomo al patio que tiene en su sede la Fundación Sa Nostra, la Caja de Baleares, para verme -como siempre, sin remedio- hojeando los libros que se muestran en un estante bajo y con la sorpresa de una colección de cuadernillos (poesia de paper) que acabo comprando. Poesía en castellano, en gallego, en catalán. Un cuadernillo, un euro. Irresistible.
Al día siguiente, trabajo. Y Barceló, y Gaudí. Y un miró de ensueño y azul. Y el mar de veleros en reposo -y, tozuda y terca, la punzada de nostalgia- desde la terraza del Club Náutico.
Me faltaba un xiurell. Los poemas ya viajaban conmigo.
Camino del aeropuerto, la memoria de un S´Arenal casi virgen, camioneta y bocadillo de sobrasada los lunes, y el placer tan cálido -hoy y todos los atardeceres del mundo- de la más soberbia de las puestas de sol. Sin duda, la millor del món.
El número 60 de la Col.lecció poesía de paper reúne poemas escritos por Rafael Juárez, poeta, sevillano de Estepa, entre 1977 y 1987. El primero, Lo que vale una vida, es el soneto que da título al cuadernillo.
Estoy en esa edad en la que un hombre quiere
por encima de todo, ser feliz cada día
y al júbilo prefiere la callada alegría
y a la pasión que mata, la renuncia que hiere.
Vivir entre las cosas, mientras que el tiempo pasa
-cada vez menos tiempo para las mismas cosas-
y elegir las que valen una vida: las rosas
y los libros de versos, y el viaje y la casa.
Hasta ahora he vivido perdido en el mañana
-seré, seré, decía- o en el pasado -he sido,
o pude ser, pensaba- y el mundo se me iba.
Ahora estoy en la edad en la que una ventana
es cualquier aventura, y un regalo el olvido.
Ya no quiero más luz que tu luz mientras viva.
Entrañable. Me ha emocionado. Gracias.
ResponderEliminarUn abrazo de mar
Mallorca...o cualquier rincón balear...Decía María Zambrano que no se es del lugar donde has nacido, sino de aquel donde se ha quedado prendida la mirada. Yo soy balear desde el 2002. Que bueno encontrar a alguien con un sentimiento/emoción parecido.
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