domingo, 6 de febrero de 2011

jabón de olor

'(...) A lo lejos, el mar, una lámina de metal hirviente. Y las dos palabras (Matías, mamá), juntas, unidas, enredadas; y, con ellas, otras palabras de entonces, cálida ola doméstica que se levanta y cae y se vuelve a levantar. Hay helado de nata en la nevera, hay chocolate en la jícara, hay jabón de olor en la jabonera del baño, hay betún negro en el cajón donde se guardan las cremas. Huelo a betún, a tinta, a tiza. Las palabras traen todo, traen el olor, traen el color, traen el sabor. No traen nada, pero lo traen, traen su representación en algún lugar. Traen la mentira de que recuperas algo; y no, son sólo palabras engañosas que te hacen ver sin ver, oler sin oler. Aquel olor en las manos, el frío por la mañana, la bufanda, los guantes. No salgas sin taparte bien la boca con la bufanda, abrígate (...)'.

Rafael Chirbes termina de escribir y pone el FIN a Crematorio en Beniarbeig un día de febrero de 2007 que no nos precisa. Y yo finalizo su lectura cuando ya avanza la madrugada de un día como el de hoy, domingo de febrero, (re)leyendo los Agradecimientos finales entre los que descubro a Rafael Solaz (bibliófilo, documentalista, escritor: de todo ello me entero ahora), después de saborear el placer de esa Estampa invernal de Misent que cierra el libro y concluye con la imagen de un olor, ese 'olor dulzón, de vieja carroña, que impregna el aire.' Que así se clausura esta enorme, grandísima novela que su autor construye en torno a la imagen inicial de Matías, el hermano muerto ('tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal o sobre un mármol'), en el tiempo breve -puede que no más de una hora- de un atasco en el encierro de su coche en que Rubén, el arquitecto que oye a Schubert en esa calurosa mañana de verano -las diez y cinco, treinta y cuatro grados, y la playa 'ya de buena mañana atestada de bañistas'-, ajusta cuentas con su vida y con su tiempo.
Con nuestro tiempo, espejo de vidas como las nuestras, las de tantos (y tantas) como soñamos -hier encore, j´avais vingt ans- con cambiar el mundo, un tiempo que se resume en esa potente metáfora del crematorio ('epílogo de su mundo') donde se clausuran y se vierten en cenizas los sueños que los viejos amigos arrastramos en esa larga marcha tras la derrota, vencidos en la lucha final.
Un fresco, un retablo político y moral, que no requiere del oficio de Silvia, la hija restauradora, que tiene como territorio a ese macondo mediterráneo que llama Misent y como paisaje de fondo y motor el dinero, la construcción, el capitalismo y la cocaína. Que tienen, se dice, 'mucho en común, además de algunas cuentas corrientes engordadas deprisa. La hiperactividad, el empeño por luchar contra el tiempo. Capitalismo y cocaína, ese frenético no parar.'
Y un fracaso adicional que sumar al de quienes no sólo no hemos alcanzado a cambiar el mundo sino que seguimos sin entenderlo y sin saber explicárnoslo: el fracaso, terrible y destructor, de la familia. Quizás las páginas más lúcidas, y las más duras, las que hablan de la madre.

Al final, cada lectura pide -exige, diría yo- nuevas lecturas. Leer no sacia: es hambre de más libros, sed de palabras. De esas que son representación y engaño y verdad, fuerza capaz de ser lo que no son, de crear mundos y hacerlos caer, de estar en lugar de y evocar, e invocar, lo que debe ser y aparecer, caído el velo que lo oculta. Jícara, jabón de olor, betún, bufanda. Olores y calor, sabores. Nata -o fresa- y chocolate.

Mientras vuelve Chirbes, ya está de nuevo aquí Marsé, ahora calígrafo de sueños. Y el viernes (h)ojeé Azul sobre azul, de Manuel de Lope, otro de mis favoritos. Seguro que Antonio Soler escribe ya una nueva alegría. A B., que eligió dejarse ir pero no olvida, allá donde ahora esté le gustará. Y yo la espero.

A veces hay palabras que son regalo de procedencia desconocida, y que se dirigen a destinatarios desconocidos, al menos aparentemente. Un juego placentero. Ayer, enredando entre versos, me encontré con unos de A. Gamoneda, especialmente hermosos, que no conocía hasta que llegaron de esa manera tan especial. Y tan grata.


El animal que llora, ése estuvo en tu alma antes de ser amarillo;

el animal que lame las heridas blancas,

ése está ciego en la misericordia;

el que duerme en la luz y es miserable,

ése agoniza en el relámpago.


La mujer cuyo corazón es azul y te alimenta sin descanso,

ésa es tu madre dentro de la ira;

la mujer que no olvida y está desnuda en el silencio,

ésa fue música en tus ojos.


Vértigo en la quietud: en los espejos entran sustancias corporales y arden palomas. Tú dibujas juicios y tempestades y lamentos.


Así es la luz de la vejez, así

la aparición de las heridas blancas.

3 comentarios:

  1. Jabón de olor solo los domingos y las fiesta. A diario el jabón que se hacía en casa.

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  2. Que relato más lindo. Me encantó. Precioso, sensible y profundo.
    Un abrazote

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  3. ..la mujer que no olvida y está desnuda en el silencio,
    ésa fue música en tus ojos.

    ¡Que bellas palabras!

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