martes, 17 de septiembre de 2019

conciencia

Me quedé en la cocina, en un viejo sillón de cuero, con una copa globo de blanco moldavo. Me resultaba muy placentero seguir una línea de pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no era el primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana como especie podía verse como una serie de degradaciones encaminadas hacia la extinción. Un día estuvimos entronizados en el centro del universo, y el sol y los planetas, y el mundo observable en su integridad, giraban en torno a nosotros en una danza intemporal de adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la astronomía despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol, una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente únicos, designados por el creador para ser señores de todo lo viviente. Luego la biología confirmó que éramos parejos al resto de los seres, y que compartíamos unos ancestros comunes con las bacterias, las violetas, las truchas y las ovejas. A principios del siglo XX nos sumimos en un exilio aún más oscuro cuando la inmensidad del universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia que a su vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a la conciencia, nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos al creer que ocupábamos un lugar de preeminencia respecto del resto de las criaturas del planeta. Pero la mente que un día se había rebelado contra los dioses estaba a punto de destronarse a sí misma por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra comprensión. ¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?
Aquellos pensamientos hueros merecían una segunda copa aún más llena, y me la serví. Con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, me fui acercando a ese recinto mal iluminado donde la autocompasión se vuelve un placer meloso. (…)
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(…) Antes de la llegada de Adán había participado en marchas; un impostor que iba detrás de orgullosas banderolas sindicales subiendo por Whitehall para escuchar los discursos en Trafalgar Square. Yo no era obrero. No fabricaba ni inventaba ni prestaba servicio alguno, ni aportaba nada al bien común. Moviendo cifras por la pantalla, buscando ganancias rápidas, contribuía a él en la misma medida que los tipos de pitillo eterno en la boca que se veían a la entrada de las casas de apuestas de la esquina de mi calle.
En una de las marchas se colgó en una horca, junto a la Columna de Nelson, a un burdo robot hecho de cubos de basura y latas. Benn, el conferenciante estrella, dirigió un gesto hacia él desde el estrado y condenó tal ahorcamiento tachándolo de ludita. En la era de la mecanización avanzada y la inteligencia artificial, dijo a la multitud, los empleos ya no podrían protegerse. No en una economía dinámica, inventiva y globalizada. Los empleos para toda la vida eran cosa del pasado. Hubo abucheos y aplausos lentos. Muchos se perdieron lo que vino después. La flexibilidad en el trabajo debía combinarse con la seguridad para todos. No eran los empleos lo que había que proteger, sino el bienestar de los trabajadores. La inversión en infraestructuras, el aprendizaje, la educación superior y el salario universal. Los robots pronto generarían una gran riqueza en la economía. Tendrían que estar sujetos a gravamen. Los trabajadores deberían poseer acciones de las máquinas que estaban desestabilizando o destruyendo sus empleos. En la multitud que ocupaba la plaza, hasta lo alto de los escalones que ascendían hasta la entrada de la National Gallery, reinaba el desconcierto y un silencio casi absoluto, con aplausos dispersos y silbidos. Algunos pensaban que la primera ministra ya había dicho todo aquello, salvo lo relativo al crédito universal. ¿El nuevo líder de la oposición se había pasado al bando contrario al convertirse en miembro del Consejo Real, o a cambio de una visita a la Casa Blanca, o de una invitación a tomar el té con la reina? El mitin terminó con un ánimo general de confusión y abatimiento. Lo que la mayoría de la gente recordaba, lo que dio lugar a los titulares de prensa, fue que Tony Benn había dicho a sus seguidores que no le importaban sus empleos.


Ian McEwan, Máquinas como yo, Editorial Anagrama, Barcelona, 2019.
Traducción de Jesús Zulaika.

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