Me
quedé en la cocina, en un viejo sillón de cuero, con una copa globo
de blanco moldavo. Me resultaba muy placentero seguir una línea de
pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no era el
primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana
como especie podía verse como una serie de degradaciones encaminadas
hacia la extinción. Un día estuvimos entronizados en el centro del
universo, y el sol y los planetas, y el mundo observable en su
integridad, giraban en torno a nosotros en una danza intemporal de
adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la astronomía
despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol,
una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente
únicos, designados por el creador para ser señores de todo lo
viviente. Luego la biología confirmó que éramos parejos al resto
de los seres, y que compartíamos unos ancestros comunes con las
bacterias, las violetas, las truchas y las ovejas. A principios del
siglo XX nos sumimos en un exilio aún más oscuro cuando la
inmensidad del universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a
ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia
que a su vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a
la conciencia, nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos
al creer que ocupábamos un lugar de preeminencia respecto del resto
de las criaturas del planeta. Pero la mente que un día se había
rebelado contra los dioses estaba a punto de destronarse a sí misma
por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma abreviada,
diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y
dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra
comprensión. ¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?
Aquellos
pensamientos hueros merecían una segunda copa aún más llena, y me
la serví. Con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha,
me fui acercando a ese recinto mal iluminado donde la autocompasión
se vuelve un placer meloso. (…)
****
(…)
Antes de la llegada de Adán había participado en marchas; un
impostor que iba detrás de orgullosas banderolas sindicales subiendo
por Whitehall para escuchar los discursos en Trafalgar Square. Yo no
era obrero. No fabricaba ni inventaba ni prestaba servicio alguno, ni
aportaba nada al bien común. Moviendo cifras por la pantalla,
buscando ganancias rápidas, contribuía a él en la misma medida que
los tipos de pitillo eterno en la boca que se veían a la entrada de
las casas de apuestas de la esquina de mi calle.
En
una de las marchas se colgó en una horca, junto a la Columna de
Nelson, a un burdo robot hecho de cubos de basura y latas. Benn, el
conferenciante estrella, dirigió un gesto hacia él desde el estrado
y condenó tal ahorcamiento tachándolo de ludita. En la era de la
mecanización avanzada y la inteligencia artificial, dijo a la
multitud, los empleos ya no podrían protegerse. No en una economía
dinámica, inventiva y globalizada. Los empleos para toda la vida
eran cosa del pasado. Hubo abucheos y aplausos lentos. Muchos se
perdieron lo que vino después. La flexibilidad en el trabajo debía
combinarse con la seguridad para todos. No eran los empleos lo que
había que proteger, sino el bienestar de los trabajadores. La
inversión en infraestructuras, el aprendizaje, la educación
superior y el salario universal. Los robots pronto generarían una
gran riqueza en la economía. Tendrían que estar sujetos a gravamen.
Los trabajadores deberían poseer acciones de las máquinas que
estaban desestabilizando o destruyendo sus empleos. En la multitud
que ocupaba la plaza, hasta lo alto de los escalones que ascendían
hasta la entrada de la National Gallery, reinaba el desconcierto y un
silencio casi absoluto, con aplausos dispersos y silbidos. Algunos
pensaban que la primera ministra ya había dicho todo aquello, salvo
lo relativo al crédito universal. ¿El nuevo líder de la oposición
se había pasado al bando contrario al convertirse en miembro del
Consejo Real, o a cambio de una visita a la Casa Blanca, o de una
invitación a tomar el té con la reina? El mitin terminó con un
ánimo general de confusión y abatimiento. Lo que la mayoría de la
gente recordaba, lo que dio lugar a los titulares de prensa, fue que
Tony Benn había dicho a sus seguidores que no le importaban sus
empleos.
Ian
McEwan, Máquinas como yo, Editorial Anagrama, Barcelona,
2019.
Traducción
de Jesús Zulaika.
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