El
mal poema
En ciertos momentos
resulta útil llevar
en el bolso un buen poema malo
malo o a todas luces
mejorable, con indicios suficientes
-un lugar común,
rimas facilonas, adverbios de emergencia-
para sospechar de
él:
un poema, propio o
ajeno, posiblemente malo.
Un poema de
almanaque, prefabricado, auxiliar,
con estrofas de
fieltro y sin salida
que amontonan
palabras manoseadas
como mujeres, árbol,
lunas,
memoria, tristumbre,
refectorio.
Un poema que parezca
una poesía,
una carta de
soldado, un chicle pegado a una carpeta,
un ripio
catedrático, el tango de un progresista,
falso, previsible,
desafinado,
que escondo y uso a
solas
como un pedazo
esculpido de látex.
Un texto de una
noche,
que se pierda, que
se pudra, que caduque,
un poema de papel
donde poder
limpiarme las lágrimas,
las gafas, la
cicatriz, el semen.
Palabras de amor
donde el amor no quepa.
Este poema
u otro,
uno cualquiera,
de bote, temporero,
de pared,
vital y fucsia como
todos los poemas malos,
urbano y quejumbroso
como todos los poemas malos,
malo como todos los
poemas que ganan un certamen.
Pero práctico y de
efectos inmediatos,
plegable y
extensivo,
sobre el que
sentarme a merendar en la era
o guarecerme de la
nube que descarga de improviso.
Un poema feo,
gastado, utilitario,
lima, abanico,
naipe, encendedor,
una rampa, una
navaja, un pasamanos.
Un poema
color carne
con que embridarme
el pecho esta mañana
donde curar con sal
aceitunas negras
y lavar a mi padre
cuando ya no se valga.
(Carmen Camacho)
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