jueves, 15 de diciembre de 2016

más luna

Para cualquier suceso, sea la que sea su naturaleza, mi padre emplea una frase: da la fatalidad… Y la fatalidad, que es la enemiga del azar aunque no le da mi padre ese significado, ha hecho que tenga que desmentir -aunque no lo borraré, no- lo que dejé escrito hace tan solo unos días.
          Nemesio ya no vive sino en nuestro corazón. Ni siquiera llegó a leer esa pieza que he llamado Escuela, que se la llevé impresa al hospital por que me dijera qué le parecía, y por que se entretuviese. Me la llevé pero no se la dí, que anduvo más bien adormilado el rato largo que pasé allí con él. Mañana se la doy, me dije. Pero no hubo mañana. No despertó ya del sueño en que lo sumió el vuelco de un corazón ya debilitado, vísperas de santa Lucía.
            Y un encadenarse de fatalidades, digamos que de las buenas, me hizo dar con mi amigo Juan, unos años mayor que yo y mejor su memoria del tiempo hermoso que la mía. Más de medio siglo ya que no hablábamos, y no es un decir. Niños los dos del barrio más pobre, se acuerda él del árbol grande a la entrada del patio de la ermita, un álamo negro -me dice- casi seguro, y que del tronco le salían unas mariposas tan grandes como la palma de la mano. O a lo mejor, siempre tan humilde, es que ya me puede la imaginación.
           A Juan lo quitaron de la escuela a los siete años. Mira tú, para que mi tío me enseñara las cosas del campo, que no encontraron un pretexto mejor. Y lo que sé es lo que aprendí ya por mi cuenta yendo a dar lección por las noches. Me lo cuenta con ese decir afable y tranquilo que le sé de siempre, hasta que a sus trece años -y mis diez- la vida nos separó, él al pueblo vecino y rival y a Madrid su amigo. Porque, y me lo dice con más orgullo propio que halago, aquel don Eugenio que fue nuestro maestro en la escuela, ay, de Santana un día sentenció que ya no me podía enseñar más, que me había enseñado todo lo que sabía.
         Cuando se fue a casar, y lo hizo con una mujer de belleza serena y ojos grandes elocuentes, pidió prestados unos cuadros para adorno de las paredes de la que iba a ser su casa. Ahora vive cerca de unas escuelas de verdad que se alzan en unas tierras que fueron de su padre y que a su padre le expropiaron por cuatro perras y de aquella manera. Escuelas que heredarían el nombre, que era el del barrio, pero no el corral, ni el retrete ni la estufa de esa otra la que fue testigo de más de una faena y de la encomienda de que les fuera explicando a los demás los misterios de la raíz cuadrada. Pero no pudieron nunca con nosotros, cuenta Juan. Nunca nos dimos por cachiporra.
           Fue al día siguiente cuando una luna llena rotunda y teñida del rojo dorado de un sol ya declinante se asomó, discreta, por encima de la tapia del cementerio. Como si también ella quisiera estar, allí con los más cercanos, en el adiós a Nemesio antes de levantarse hasta el firmamento, solemne ahora, y alumbrar con su luz las calles y los campos. Y allí también Juan, discretamente apartado, acompañando en el dolor con la mirada.
          Ya todos dicen cementerio, y se cuentan con los dedos de una mano los que aún pronuncian la palabra camposanto. Creo que ni los curas ya la usan. ¿Será que se ha perdido, al tiempo que la palabra, la memoria antigua de la muerte como inefable y sagrado?
        El cura que ha presidido el oficio de difuntos quería aparecer cercano. Mi tío lo respetaba, y de él ha dicho en su homilía que Nemesio trabajó por el bien de su pueblo, por la justicia social, por la paz. Me ha recordado, salvando ya los años, el elogio fúnebre de Manolo, al que nos arrancó antes una muerte aún más traicionera. Ni este ni el otro cura se atrevió a decir que el servicio a los demás, aun tan distintos de carácter los dos hermanos, podría quizás venirles a ambos de otra convicción y de otro compromiso. De otra fe, con perdón de los creyentes en una y otra doctrina: la de militantes de un comunismo sin más enemigos que la hipocresía, la explotación y el sectarismo.
            Ahora es María la superviviente de una gavilla de hermanos que poblaron ese tiempo que tan aprisa se aleja. Estuvo entera, casi los noventa, y aguantó un dolor que le ha ensanchado la herida, sin cerrar aún del todo, que le dejó la muerte de esa hermana monja que acabó por hacerse forastera.
            Ya con la niebla al caer, los besos de despedida. Y el eco de las últimas palabras. ¿Tú crees que podré aprender a tocar otra vez el acordeón?

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