Para
cualquier suceso, sea la que sea su naturaleza, mi padre emplea una
frase: da la fatalidad…
Y la fatalidad, que es la enemiga del azar aunque no le da mi padre
ese significado, ha hecho que tenga que desmentir -aunque no lo
borraré, no- lo
que dejé escrito hace tan solo unos
días.
Nemesio
ya no vive sino en nuestro corazón. Ni siquiera llegó a leer esa
pieza que he llamado Escuela, que se la llevé impresa al hospital
por que me dijera qué le parecía, y por que se entretuviese. Me la
llevé pero no se la dí, que anduvo más bien adormilado el rato
largo que pasé allí con él. Mañana se la doy, me dije. Pero no
hubo mañana. No despertó ya del sueño en que lo
sumió el vuelco de
un corazón ya debilitado,
vísperas de santa Lucía.
Y un encadenarse de fatalidades, digamos que de las buenas, me
hizo dar con mi amigo Juan, unos años mayor que yo y mejor su
memoria del tiempo hermoso que la mía. Más de medio siglo ya que no
hablábamos, y no es un decir. Niños los dos del barrio más pobre,
se acuerda él del árbol grande a la entrada del patio de la ermita,
un álamo negro -me dice- casi seguro, y que del tronco le salían
unas mariposas tan grandes como la palma de la mano. O a lo mejor,
siempre tan humilde, es que ya me puede la imaginación.
A
Juan lo quitaron de la escuela a los siete años. Mira tú, para que
mi tío me enseñara las cosas del campo, que no encontraron un
pretexto mejor. Y lo que sé es lo que aprendí ya por mi cuenta
yendo a dar lección por las noches. Me lo cuenta con ese decir
afable y tranquilo que le sé de siempre, hasta que a sus trece años
-y mis diez- la vida nos separó, él al pueblo vecino y rival y a
Madrid su amigo. Porque, y
me lo dice con más orgullo propio que halago, aquel don Eugenio que
fue nuestro maestro en la escuela, ay,
de Santana un día sentenció
que ya no me podía enseñar más, que me había enseñado todo lo
que sabía.
Cuando
se fue a casar, y lo hizo con una mujer de belleza serena y ojos
grandes elocuentes,
pidió prestados unos cuadros para adorno de las paredes de la que
iba a ser su casa. Ahora vive
cerca de unas escuelas de verdad que se alzan en unas tierras que
fueron de su padre y que a su padre le expropiaron por cuatro perras
y de aquella manera. Escuelas que heredarían el nombre, que era el del
barrio, pero no el corral, ni el retrete ni la estufa de esa otra la que fue testigo de más de una faena y de la encomienda de que
les fuera explicando a los demás los misterios
de la raíz cuadrada. Pero no pudieron nunca con nosotros, cuenta
Juan. Nunca nos dimos por cachiporra.
Fue
al día siguiente cuando una luna llena rotunda y teñida del rojo
dorado de un sol ya declinante se asomó, discreta, por encima de la
tapia del cementerio. Como si también ella quisiera estar, allí
con los más cercanos, en el
adiós a Nemesio antes de
levantarse hasta el firmamento, solemne ahora, y alumbrar con su luz
las calles y los campos. Y allí también Juan, discretamente
apartado, acompañando en el dolor con la mirada.
Ya
todos dicen cementerio, y se cuentan con los dedos de una mano los que aún pronuncian la palabra camposanto. Creo que ni los
curas ya la usan. ¿Será que
se ha perdido, al tiempo que la palabra, la memoria antigua de la
muerte como inefable y
sagrado?
El
cura que ha presidido el oficio de difuntos quería aparecer cercano.
Mi tío lo respetaba, y de él ha dicho en su homilía que Nemesio
trabajó por el bien de su pueblo, por la justicia social, por la
paz. Me ha recordado, salvando ya los años, el elogio fúnebre de
Manolo, al que nos arrancó antes una muerte aún más
traicionera. Ni este ni el otro cura se atrevió a decir que el
servicio a los demás, aun tan distintos de carácter los dos
hermanos, podría quizás venirles a ambos de otra convicción y de
otro compromiso. De otra fe, con perdón de los creyentes en una y
otra doctrina: la de
militantes de un comunismo sin más enemigos que la hipocresía, la
explotación y el sectarismo.
Ahora es María la superviviente de una gavilla de hermanos que
poblaron ese tiempo que tan aprisa se aleja. Estuvo entera, casi los
noventa, y aguantó un dolor que le ha ensanchado la herida, sin
cerrar aún del todo, que le dejó la muerte de esa hermana monja que acabó por hacerse forastera.
Ya
con la niebla al caer, los besos de despedida. Y el
eco de las últimas palabras. ¿Tú crees que podré aprender a tocar otra vez el acordeón?
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