‘(…) Fue
segando la avena en la ladera que mira a Lapraz un día de agosto de
1914, cuando la familia Cabrol oyó repicar las campanas de la
iglesia abajo en el valle.
Ha
empezado la guerra, dijo Marius.
Ya
han dado comienzo a la masacre del mundo, dijo La Mélanie.
Por
lo general, las mujeres conocen mejor que los hombres las dimensiones
de las catástrofes. El alcalde distribuyó las cartillas a los
movilizados. Todos los llamados a filas parecían contentos. Nunca en
la vida volverían a llenarse los cafés del pueblo como la noche
antes de su partida. Marius, que era bastante mayor que el resto
-tenía treinta y ocho años- estaba inquieto. Evitó entrar en los
cafés y pasó la velada en casa, dando instrucciones a Émile de lo
que tenia que hacer antes de que llegaran las nieves; para entonces
él ya estaría de vuelta y la guerra habría terminado.
La
banda tocó acompañando a los hombres que desfilaban por la
carretera que baja hasta el llano siguiendo el curso del río. Era
más pequeña de lo normal, pues la mitad de los músicos se
encontraban entre los soldados que partían. Yo había entrado en la
banda el año anterior y era el tambor más joven.
Marius
no volvió con las primeras nieves, ni para el Año Nuevo, ni antes
de la primavera. Había empezado el tiempo interminable de la guerra.
Cambiaban las estaciones, pasaban los años, y nuestras vidas, a
excepción de las de los niños más pequeños, que no recordaban
nada más, quedaron en suspenso. A principios de 1916 nos movilizaron
a Émile y a mí. No quedó en el pueblo un varón que no fuera o
niño o anciano. No se oían voces masculinas plenas. Los caballos se
acostumbraron a las órdenes de las mujeres.’
(John
Berger, Puerca tierra, trad. de Pilar Vázquez, Alfaguara,
1989, pp. 155-156)
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