Arroz
con duz. Gachas de duz. Con lo que le gustaba a ella el duz, y
desde que le sacaron azúcar ya no lo puede ni catar, se queja la
vecina hablando de su madre. Barren la acera y riegan la calle, su
trozo cada una, y a lo que se ve -y se oye- no parecen dispuestas a
renunciar a las costumbres que un día marcaron a fuego el carácter
y la vida de nuestras gentes.
Un
carácter, y una vida, hechos de ese material inasible en que
consisten por igual los sueños y las palabras, como de acero
invisible duro a la par que maleable. Y así, la madre de la vecina
puede que fuera diabética por galga, o galguza, si lo suyo era cosa
contumaz en los azúcares. Pero mientras alguna vez que otra puedes
todavía oír hablar de galgo sin ser can ni podenco, lo que han
acabado por desterrar del habla -de la boca no- es el duz. O lo duz,
más propiamente hablando.
Me
da que no tiene remedio, aunque sea palabra noble donde las haya, y
bien presente en las novelerías. Una pena, porque no hay punto de
comparación entre dulce y duz, más sustantivo y consistente este, y
su esencia de aquel si me apuras.
Lo
duz es la propiedad básica del dulce, su sustancia. Y lo digo en
aquel sentido griego, y filosófico, del término, que viene a querer
significar lo que está debajo, en lo que consiste su ser y su
riqueza. Vamos, que si ves a uno que no distingue entre arroz con
leche y arroz con duz, di conmigo que no es de los nuestros ni sabe
lo que se ha perdido.
Viene
muy a cuento esto si estamos, como lo estamos, en plenas navidades,
largas como el plural indica y sin que afloje el lazo que las ata
fuerte a los consumos de turrones, polvorón y mantecados, entre
otras galguerías. Productos que han perdido, por presentes en
estaciones sin frío, parte de su aquel y de su magia. Que en pleno
agosto he visto rebajas de turrón en el super.
Antes,
y quien lo hubiera, un perrillo de mazapán, una figurita, y algún
mantecado casero. Si acaso, y escaso, un poco de turrón -del duro,
como debe ser, que lo contrario es una afrenta, como tantas otras
novedades de la modernidad. Un turrón blando -¿del duro, o del
blando?, preguntan hoy- es, con perdón, un sinsentido. Casi una
aberración.
Mis
recuerdos están más en el arrope -con sus letuarios- y la mistela,
en las gachas de mostillo. La coñac, ni antes -por chico- ni ahora,
que me sigue raspando la garganta, ni sola ni en solisombra. También
presentes las peladillas y los piñones blancos, y algún anisete. El
de La Asturiana, aunque facturado en Quintanar, especial para una
palomita.
Pregunto,
y ya casi no me saben responder, pero a la mesa una gallina. O un
pollo. Decir, como ahora se escucha, que de corral hubiera sido una
redundancia y de las obvias. ¿De qué va a ser sino de corral el
pollo o la gallina? El milagro del desarrollismo que señaló la hora
en que todos los españoles -y cuidado con el todos- pudieran comer
pollo sin tener corral tendría lugar andando el tiempo y no deprisa.
Y
tampoco es que hubiera entonces mucha navidad. Las dos noches, con su
misa del gallo una, la de más devoción y de cenar en familia, y la
de cabo de año la otra, que era noche de juntar los mozos. Mozos,
claro está, sin mozas, que la noche es larga. Y los reyes, y pare
usted de contar.
Puede
que hubiera más, pero la memoria no me alcanza. Eran días de
aguinaldo y zambomba -las hacía el abuelo Pedro después de sobar
bien la melecina del gorrino- y pandereta y villancicos. Un
repertorio limitado pero eficaz, en el que no faltaba el hombre
haciendo botas al que se le escapó la cuchilla y era, sí, entonces
cuando aquel corte doloroso provocaba un estrépito de risas, guiño
cómplice de chicos inocentes. Como tampoco caían en el olvido los
peines de plata fina cabellos de oro, ni la burra cargada de
chocolate rin rin. Que entre remiendo que me echo y remiendo que me
quito, a Pedro el sobrino, entrado ya el nuevo siglo, le pusimos
Monilillo.
Unos
reyes me trajeron envuelta en celofán una naranja de gajos de
caramelo que parecía guasintona, y una pistola con dos cañones, uno
largo y el otro corto, recambiables. Y sigo viendo en la mesa de la
cocina la botella de mistela y tres copas, y unos mantecados para sus
majestades de oriente. A parte, el saquillo con pienso para las
caballerías de sus majestades.
Mi
madre dice de los mantecados que no los ha conocido mejores que los
que hacía en el horno doña Ventura, mujer de don Bernardo el
médico. El don del tratamiento, que no la mano para lo duz, le venía
del marido.
El paloduz lo recogían los hombres en el campo y luego lo vendían por las de los pueblos, pregonándolo. De aquel paloduz se hace el regaliz. Me ha venido a la memoria leyéndote.
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