lunes, 28 de enero de 2013

café

Apenas si hay referencias a la Revolución de los claveles en José e Pilar, la película -hermosísima por momentos- en que Saramago reflexiona con lucidez sobre la vida y, sobre todo, sobre la muerte y su sentido -la diferencia entre haber estado y ya no estar- y sobre dios y los hombres. Pero pude entrever la otra tarde, repasándola mientras P. estudiaba para su examen de italiano, dos momentos en que se hablaba de aquella alegría (de la que ni los restos quedan, al decir de don José).
Uno, cuando el escritor menciona, creo, As pequenas memórias, en las que como telón de fondo aparece un recuerdo fugaz de aquel día de abril. El otro, en el momento en que toma la palabra el día de la inauguración de su biblioteca cerca de su casa en Lanzarote y se limita, casi, a la presentación de Joâo Afonso -que acaba de cantar una dulzura inolvidable- como sobrino del gran Zeca Afonso (después he averiguado que en aquella ocasión por allí andaban también, entre otros, Luis Pastor, al que no reconocí en su momento y Pasión Vega, con su canción).
Pero no quisiera hoy hablar de la película, ni de Saramago, al que me unen algunas cosas más que la lectura de sus obras, sino de aquellos días que cambiaron Portugal, impactaron en la España que se resistía a la democracia (¿quién se acuerda hoy de aquel eufemismo del búnker?) y determinaron -sí, esa es la palabra- mi vida.
Porque las palabras avivan el recuerdo, encadenan fragmentos de memoria (la de Grândola, vila morena, por ejemplo, primero en aquella alcoba que da amparo a la mejor de las clandestinidades, más tarde en la casa de comidas aquella de las bandejas enormes, terra da fraternidade, y después, en el estadio a reventar de emociones: Zeca entona el himno y atruena aquel o povo é quem mais ordena...) y despiertan sueños que parecían escondidos.
Viajamos a Lisboa. Queríamos saber cómo era una revolución, a qué olía la libertad, cómo se respiraba sin dictadura. Y gritamos por la vida ('... el pueblo os salvará', soñamos en la praça do Rossio, pero los fusilaron un día de septiembre, al alba), y nos dimos un baño de mar y de luz, y nos compramos unos jerseys de lana y La Internacional. Y café.
Éramos jóvenes. Pedro y Nacha, P. y yo. Y allí, en un mar de fados y claveles, empezó el resto de mi vida. El resto de casi todo. Como se dice en la película, el gran viaje, en el fondo, es el que empezó en Lisboa.
Las notas de Grândola volvieron a sonar poco tiempo después, ya en España. Las cantamos miles de voces, rodeados por cientos de policías, en aquella vaguada que acogió el Festival de los Pueblos Ibéricos. La primera portada de EL PAÍS había visto la luz unos días antes, y Amanda nacería unos días más tarde.
Como un anuncio de Libertad.

café.

2 comentarios:

  1. Aquel día de mayo, con 16 añitos, mi hermano mayor me llevó a esa vaguada de Cantoblanco que recuerdas con tanta nostalgia. Nunca olvidaré a Labordeta cantar lo de: “habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad”, y la emoción que suscitaron en nosotros aquellas palabras. Allí vi por primera vez en mi vida esa bandera extraña llamada “Ikurriña” y pude también oír cantar a Vitorino ¿? Esa “ Grandóla, villa morena” que entonamos todos los presentes con un fervor especial.

    Días después, fui detenido por los grises, y pasé algún día en comisaría.

    Gracias por despertar hoy en mi estas emociones.

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  2. Lisboa... Me he reencontrado con ella estos días, después de cuatro años. Y hasta mi peque decía que no recordaba una ciudad "dejada de la mano, olvidada" parecía triste.

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