lunes, 11 de julio de 2011

pequeño templo profanado

















Altos de Bustares, flor de la estepa
donde Marcos duerme la paz del templario
y vive
el silencio infinito de los campos serenos,
el azul secreto de los montes tumbados
que guardó para siempre en sus ojos de asombro.

Al fondo se adivinan, ¿las ves?, las torres altas de Madrid.
Y en el horizonte, Roma: destino, pasión quizás.
Allí, tan quedos,
un revuelo de amistad y de emociones
en torno al pequeño templo profanado.
Allí donde la senda acaba, 
la que hiciera la madre con sus mismas manos.

A medias quedaron por bailar
tantas otras canciones -y no faltó la tuya
la otra noche-, y sin cantar quedaron
muchas de aquellas, las de siempre.
Era el adiós, la despedida,
y tu recuerdo lejano, apenas ya si tenue olvido.

De vuelta ayer, la vista puesta en no pasar
de ciento diez, en no correr. Ganar sosiego y no pensar,
y no querer. No más temblor.
Recordará el poeta el peso de los pasos,
a yo a Marian susurrar -‘te amo más que a Dios’-
la más bella confesión de amor jamás contada
y dicha.
Como en tierras de penumbra y fin.

En el Alto soñé al paso de la jara y los helechos
con beberte los ojos
y acariciar de nuevo a solas tu sonrisa
antes de que decline la luz última del mundo
y todo ya nostalgia y todo ausencia sea.

Fue, tal vez, la vez de mi homenaje.
El de ellas, quizás, un alijo de ternura
tal que el tuyo, ¿recuerdas?,
celebrando la amistad y la alegría.

Atento siempre, el amigo amable de dolor sereno
hecho monte y piedra, y sol espeso.

Silencio en el azul alto
                                 de los altos de Bustares.


(A M., a quien no conocí. A M.A. y a J. Y a los amigos.
Hoy, en el día de una nueva profanación)

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