María Ruiz Ruiz, que no sé dónde para, me pidió -me hizo el regalo de pedirme- que escribiera su prólogo. Lo hice, y también está la copia entre los papeles, más bien aprisa. Tanta, que no hay dato ninguno que me permita saber ahora de qué fechas hablo, en qué momento sucedió aquello.
Aquellos poemas me gustaron, tanto como me complacía la presencia, la charla, la energía frágil, la dulzura de María. Que ya citaba entonces, por cierto, a JEgea. Y que hablaba el francés más perfecto de los que he oído a ninguna profesora de francés.
Es cierto. María era un amor. Y ahora ni sé dónde para. Ni si le hice llegar ese prólogo apresurado que comienza con ecos de Italo Calvino, italiano nacido -per caso- en Cuba.
Aquí se lo dejo puesto. Por si el mismo azar la lleva a devolverme esa llamada de teléfono que espero desde hace años. Tantos como tienen esos papeles perdidos y ahora de nuevo recobrados.
Si una mañana cualquiera de verano, o un atardecer declinante del otoño, o al (des)amparo del frío en la noche de invierno, tal vez en primavera un mediodía, abres este libro, verás lector -o lectora- que por entre el caudal de palabras de estas letras primeras asoma restallante de gozo el amor. El amor, que es aquí gozo y placer compartido las más de las veces, impone su presencia rotunda y permanente en cada verso, acompañado también -como si de su necesario reverso se tratara- de un atisbo, tímido en un principio pero igualmente evidente, de duda, de desamor presentido. ¿De temor, quizás?, ¿de añoranza de lo que no está aún perdido?
De amor, del gozo de amar y ser amado (amada) tratan estas Primeras Letras. Que se afanan en desvelar esa sombra que es a la vez complemento y negación que afirma, espejo en que el amor se mira y reconoce: la sombra de la desazón y del temblor por la ausencia que se preanuncia ya en la plenitud que acompaña a la pasión, por el olvido. Quizás porque también, o sobre todo, es amor la carencia.
Amor. Estremecimiento y saber -y sabor, sabiduría-, temor y temblor. Amor y dicha. Son la materia de la que está hecho este libro de celebración de la palabra y los sentidos. Porque no son éstas, aunque primeras, letras primerizas ni relato de sensaciones fugaces, sino conclusión de una labor paciente, de un perseverar en la escritura por entre tanteos y ensayos, de una suma de lecturas y decires propios y ajenas. De una multiplicación de experiencias y recuerdos.
María Ruiz viene bordando, puntillosa, una especial caligrafía de los afectos mientras recorre con su francés, también ella ligera de equipaje, las múltiples geografías del mapamundi y del deseo. Sin que esa aventura tan previsible de su oficio de enseñante le impida transitar por la siempre impredecible -y tan poco exacta- matemática de los placeres. Del placer/plaisir del texto, del placer de la escritura, del placer de la amistad. De los placeres plurales que no necesitan de adjetivos.
María es poeta de tabernas e institutos -de los de educación secundaria- y de talleres donde cultiva amistades perdurables -tanto, que desafían a la más cruel de las ausencias- en los que se le reconoce una maestría singular en el arte de trenzar versos con una elegancia sencilla.
María es mujer de norte claro, de las que saben que en la duda está el camino que mejor conduce a la plenitud de la certeza. Por eso, por todo eso, no ha de encontrar en este pórtico el lector -o la lectora- las reflexiones ni el saber del erudito, o la exégesis del profesional, sino la simpatía que le guardo y le profeso. Simpatía: esa suerte singular de emoción que también llaman algunos compasión, ese sutil modo de compartir una misma pasión. La de la poesía.
Llegarán otras letras, que no serán ya las primeras, y nuevos libros con la firma y la dulzura firme de María. Mientras tanto, aspiro a su amistad. Y espero, lector o lectora, que el sabor de estos versos y la caricia de su lectura te conmuevan. Que te ayuden a ser, si cabe, mejor persona.
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