Razones del corazón aparte, cuando voto sé quiénes son las personas que quiero que me representen, dónde las puedo encontrar, cuál o cuáles son las organizaciones políticas a las que quiero confiar el gobierno de mis asuntos y mis intereses, qué compromisos figuran en sus programas. Es el voto, igual, directo, personal (y secreto, ya veis), esencia de la democracia. Y en democracia gobierna quien ha obtenido la confianza -temporal, siempre- de un número mayor de ciudadanas y de ciudadanos en un proceso abierto, público, expuesto a controles.
Nunca, y esto sí que lo juro, he votado por eso que llaman ‘los mercados’. Ni sé quiénes son, cuál es su nombre, dónde se domicilian, qué ideología tienen o cómo piensan. Nada sé de sus programas.
No sé por qué, entonces, esos mercados gobiernan a mi gobierno. A todos los gobiernos. Ni qué poderosas razones habrá para que los dejemos. ¿No habíamos quedado en que el poder reside en el pueblo?
El voto ha dejado de ser el problema. El verdadero problema es el cambio en el sentido de las palabras. Lo que ayer eran derechos se han convertido hoy en privilegios: sanidad, educación, pensiones, trabajo...
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