domingo, 31 de enero de 2010

Miguel, de amor y aldea

Pastor, poeta y aldeano. Lector, cosmopolita, enamorado. Miguel canta al desamor como ninguno, con la fuerza que le da su voz enamorada, y criba con acierto y acierta a describir con nervio y con soltura la emoción del triste, el vaivén del alma que no encuentra reposo por más que anhela el sosiego.
Antonio me regaló en una nota otra de sus virtudes -las de Miguel, se entiende- menos aparentes: la de la espera. Que, más que resignación, es esperanza y calma. Un silbo, esta vez, de afirmación, aún no vulnerado.

Yo sé que ver y oír a un triste enfada,
cuando se viene y va de la alegría
como un mar meridiano a una bahía
esquiva, cejijunta y desolada.

Lo que he sufrido y nada, todo es nada,
para lo que me queda todavía
que sufrir el rigor de esa agonía
de abocarme y ver piedra en tu mirada.

Me callaré, me apartaré (si puedo),
con mi pena constante, instante, plena,
a donde no has de oírme ni he de verte.

Me voy, amor, me voy, pero me quedo,
pero me voy, desierto y sin arena.
Adiós, amor; adiós hasta la muerte.


(De El silbo vulnerado)

Lo que haya de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por yerros alterado,
mi vida humilde, y por humilde muda.
Y Dios dirá, que está siempre callado.


(De El silbo de afirmación en la aldea)

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