sábado, 1 de febrero de 2020

exitus


        Sin embargo, había un pequeño problema, una ausencia irritante. La del traidor que tenía al lado. Se había dado cuenta con un solo vistazo. En el paraíso siempre había un demonio. Solo uno. Era probable que entre los suyos hubiera habido un valiente mensajero que no hubiera llegado a su destino, que hubiera sido sacrificado bajo la suela de algún zapato, tal como había estado a punto de ocurrirle a él, en la acera que quedaba delante de la verja. Cuando Jim miró a los ojos a Benedict St. John, el secretario de Exteriores, había tropezado con la pared muda e inflexible de una retina humana y no había podido ir más allá. Impenetrable. Sin nada allí. Únicamente humano. Un impostor. Un colaboracionista. Un enemigo del pueblo. De los que podían rebelarse y votar para hundir al propio gobierno. Había que solucionar aquello. Ya se presentaría la ocasión. Aún no era el momento indicado.
Pero estaban los demás y los reconoció al instante, atravesando su transparente y superficial envoltura humana. Un grupo de hermanos y hermanas. El gabinete radical metamorfoseado. Sentados alrededor de la mesa, no daban indicios de quiénes eran en realidad ni de que todos lo sabían. ¡Qué inquietantemente humanos parecían! Al mirar dentro y más allá de los diversos matices del gris, el verde, el azul y el castaño que coloreaban sus ojos de mamífero, y llegar al fondo blátido y palpitante de su ser, entendió a sus colegas y los amó a ellos y sus valores, que eran precisamente los suyos. Unidos por una valentía de hierro y la voluntad de triunfar. Inspirados por una idea tan pura y conmovedora como la sangre y la tierra. Impelidos hacia una meta que se elevaba por encima de la mera razón y abarcaba un sentido místico de patria, una idea tan sencilla y sencillamente buena y verdadera como la fe religiosa.
Lo que unía igualmente a este valiente equipo era la certidumbre de las privaciones y las lágrimas que habría en el futuro, que, aunque lo lamentaban mucho, no iban a ser las suyas. Pero también la certidumbre de que después de la victoria la población en general conocería la beatitud profunda y ennoblecedora de respetarse a sí misma. En aquella sala, en aquel momento, no había cabida para los débiles. El país estaba a punto de liberarse de una abyecta servidumbre. Las cadenas habían caído ya a los pies de los mejores. La coaccionante pesadilla del avantismo no tardaría en alejarse de la espalda de la nación. Siempre habría quienes dudaran al ver abierta la puerta de la jaula. Que se humillaran en su cautiverio voluntario, esclavos de un orden desacreditado y corrupto, sin otro consuelo que sus gráficos y diagramas de sectores, su árido racionalismo y su lastimosa pusilanimidad. Ojalá se dieran cuenta de que el glorioso acontecimiento ya no estaba bajo su control, estaba ya más allá de los análisis y los debates, y formaba parte de la historia. Estaba ya desplegado, allí, en aquella mesa. La suerte colectiva se estaba forjando al calor del sobrio fervor del gabinete. El reversionismo duro era la fuerza dominante. ¡Demasiado tarde para echarse atrás!


Ian McEwan, La cucaracha, Anagrama, Barcelona, 2020,
trad. de Antonio-Prometeo Moya


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