Sin
embargo, había un pequeño problema, una ausencia irritante. La del
traidor que tenía al lado. Se había dado cuenta con un solo
vistazo. En el paraíso siempre había un demonio. Solo uno. Era
probable que entre los suyos hubiera habido un valiente mensajero que
no hubiera llegado a su destino, que hubiera sido sacrificado bajo la
suela de algún zapato, tal como había estado a punto de ocurrirle a
él, en la acera que quedaba delante de la verja. Cuando Jim miró a
los ojos a Benedict St. John, el secretario de Exteriores, había
tropezado con la pared muda e inflexible de una retina humana y no
había podido ir más allá. Impenetrable. Sin nada allí. Únicamente
humano. Un impostor. Un colaboracionista. Un enemigo del pueblo. De
los que podían rebelarse y votar para hundir al propio gobierno.
Había que solucionar aquello. Ya se presentaría la ocasión. Aún
no era el momento indicado.
Pero
estaban los demás y los reconoció al instante, atravesando su
transparente y superficial envoltura humana. Un grupo de hermanos y
hermanas. El gabinete radical metamorfoseado. Sentados alrededor de
la mesa, no daban indicios de quiénes eran en realidad ni de que
todos lo sabían. ¡Qué inquietantemente humanos parecían! Al mirar
dentro y más allá de los diversos matices del gris, el verde, el
azul y el castaño que coloreaban sus ojos de mamífero, y llegar al
fondo blátido y palpitante de su ser, entendió a sus colegas y los
amó a ellos y sus valores, que eran precisamente los suyos. Unidos
por una valentía de hierro y la voluntad de triunfar. Inspirados por
una idea tan pura y conmovedora como la sangre y la tierra. Impelidos
hacia una meta que se elevaba por encima de la mera razón y abarcaba
un sentido místico de patria, una idea tan sencilla y sencillamente
buena y verdadera como la fe religiosa.
Lo
que unía igualmente a este valiente equipo era la certidumbre de las
privaciones y las lágrimas que habría en el futuro, que, aunque lo
lamentaban mucho, no iban a ser las suyas. Pero también la
certidumbre de que después de la victoria la población en general
conocería la beatitud profunda y ennoblecedora de respetarse a sí
misma. En aquella sala, en aquel momento, no había cabida para los
débiles. El país estaba a punto de liberarse de una abyecta
servidumbre. Las cadenas habían caído ya a los pies de los mejores.
La coaccionante pesadilla del avantismo no tardaría en alejarse de
la espalda de la nación. Siempre habría quienes dudaran al ver
abierta la puerta de la jaula. Que se humillaran en su cautiverio
voluntario, esclavos de un orden desacreditado y corrupto, sin otro
consuelo que sus gráficos y diagramas de sectores, su árido
racionalismo y su lastimosa pusilanimidad. Ojalá se dieran cuenta de
que el glorioso acontecimiento ya no estaba bajo su control, estaba
ya más allá de los análisis y los debates, y formaba parte de la
historia. Estaba ya desplegado, allí, en aquella mesa. La suerte
colectiva se estaba forjando al calor del sobrio fervor del gabinete.
El reversionismo duro era la fuerza dominante. ¡Demasiado tarde para
echarse atrás!
Ian
McEwan, La cucaracha, Anagrama, Barcelona, 2020,
trad.
de Antonio-Prometeo Moya
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