Los
«salvados» de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al
bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido
me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían
los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los
colaboradores de «la zona gris», los espías. No era una regla
segura (no había, ni hay, en las cosas humanas reglas seguras), pero
era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los
salvados, y por lo mismo en busca permanente de una justificación,
ante mí y ante los demás. Sobrevivían los peores, es decir, los
más aptos; los mejores han muerto todos.
Murió
Chajim, el relojero de Cracovia, judío piadoso que, a despecho de
las dificultades de la lengua se había esforzado por entenderme y
hacerse entender, y por explicarme a mí, extranjero, las reglas
elementales de supervivencia en los primeros y cruciales días del
cautiverio; murió Szabó, el taciturno campesino húngaro que medía
casi dos metros y por ello tenía más hambre que nadie y que, sin
embargo, mientras tuvo fuerzas, nunca dudó en ayudar a los
compañeros más débiles a tener fuerza y a empujar; y Robert,
profesor de la Sorbona, que emanaba fe y valor, hablaba cinco
lenguas, se desgastaba registrando todo en su memoria prodigiosa y,
si hubiese vivido habría encontrado las respuestas que yo no he
sabido encontrar; y murió Baruch, estibador del puerto de Liorna,
inmediatamente, el primer día, porque había contestado a puñetazos
al primer puñetazo que había recibido y fue asesinado por
tres Kapos coaligados.
Ellos, e incontables otros, murieron no a pesar de su valor, sino
precisamente por su valor. (...)
Lo
repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos
testigos. Ésta es una idea incómoda, de la que he adquirido
conciencia poco a poco, leyendo las memorias ajenas, y releyendo las
mías después de los años. Los sobrevivientes somos una minoría
anómala además de exigua: somos aquellos que por sus
prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo.
Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para
contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los «musulmanes», los
hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría
podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la
excepción.
Primo
Levi,
Los
hundidos y los salvados,
Península, 2014.
Trad.
de Pilar Gómez Bedate
Cuando
llegaron las tropas soviéticas al campo principal de Birkenau, en
torno a las tres de la tarde del 27 de enero de 1945, el lugar no se
asemejaba en nada al que había sido apenas unos meses antes: la SS
había desmantelado o destruido muchos de sus edificios e incendiado
los treinta barracones que conformaban Canadá II, la sección
gigantesca en que se guardaban las propiedades de los judíos
asesinados. Las ruinas seguían ardiendo cuando las recorrieron los
soldados del Ejército Rojo. Antes de prender fuego a aquellos
almacenes, los funcionarios de la SS habían enviado a la Alemania
central parte de los objetos de más valor. Los materiales de
construcción también se habían trasladado, igual que equipos
técnicos como la máquina de rayos X empleada en los experimentos de
esterilización. Las autoridades habían echado abajo asimismo los
hornos y las cámaras de gas a partir de noviembre de 1944. El
crematorio V, el último que estuvo operativo, se dinamitó poco
antes de la liberación. La «fábrica de muerte» que había sido
Birkenau yacía, por lo tanto, en ruinas. Por su parte, las
instalaciones para los presos, en otro tiempo atestadas, habían
quedado desiertas en gran medida. A finales de agosto de 1944, menos
de cinco meses antes, había habido más de 135 000 reclusos
en todo el campo de concentración. Cuando los soviéticos liberaron
Auschwitz solo quedaban 7500, en su mayoría gentes enfermas y
desfallecidas a las que habían abandonado durante la evacuación
definitiva.
Con
todo, la pérdida de Auschwitz supuso un golpe durísimo para la SS,
dado que el recinto había sido la joya de su corona: un modelo
de colaboración con la industria, un puesto avanzado para las
colonias alemanas y su principal campo de exterminio.
En
tiempos recientes, el día de la liberación de Auschwitz se ha
convertido en el momento clave a la hora de recordar el Holocausto.
Aun
así, y pese a estar la fecha, cierto es, cargada de simbolismo, el
27 de enero de 1945 no supuso ni el principio ni el final de la
liberación de los campos de concentración. A la mayor parte de los
presos aún le quedaba mucho que sufrir: en los casos en los que
había de llegar a tiempo la excarcelación, todavía habrían de
esperar semanas o aún meses, muchas veces después de más marchas
de la muerte emprendidas entre abril y mayo.
Nikolaus
Wachsmann, KL.
Historia de los campos de concentración nazis,
Crítica, 2017. Trad.
de Cecilia Belza
& David León
Gómez
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