lunes, 27 de enero de 2020

memoria


Los «salvados» de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de «la zona gris», los espías. No era una regla segura (no había, ni hay, en las cosas humanas reglas seguras), pero era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo en busca permanente de una justificación, ante mí y ante los demás. Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos.
Murió Chajim, el relojero de Cracovia, judío piadoso que, a despecho de las dificultades de la lengua se había esforzado por entenderme y hacerse entender, y por explicarme a mí, extranjero, las reglas elementales de supervivencia en los primeros y cruciales días del cautiverio; murió Szabó, el taciturno campesino húngaro que medía casi dos metros y por ello tenía más hambre que nadie y que, sin embargo, mientras tuvo fuerzas, nunca dudó en ayudar a los compañeros más débiles a tener fuerza y a empujar; y Robert, profesor de la Sorbona, que emanaba fe y valor, hablaba cinco lenguas, se desgastaba registrando todo en su memoria prodigiosa y, si hubiese vivido habría encontrado las respuestas que yo no he sabido encontrar; y murió Baruch, estibador del puerto de Liorna, inmediatamente, el primer día, porque había contestado a puñetazos al primer puñetazo que había recibido y fue asesinado por tres Kapos coaligados. Ellos, e incontables otros, murieron no a pesar de su valor, sino precisamente por su valor. (...)
Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos. Ésta es una idea incómoda, de la que he adquirido conciencia poco a poco, leyendo las memorias ajenas, y releyendo las mías después de los años. Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los «musulmanes», los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.

Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Península, 2014.
Trad. de Pilar Gómez Bedate


Cuando llegaron las tropas soviéticas al campo principal de Birkenau, en torno a las tres de la tarde del 27 de enero de 1945, el lugar no se asemejaba en nada al que había sido apenas unos meses antes: la SS había desmantelado o destruido muchos de sus edificios e incendiado los treinta barracones que conformaban Canadá II, la sección gigantesca en que se guardaban las propiedades de los judíos asesinados. Las ruinas seguían ardiendo cuando las recorrieron los soldados del Ejército Rojo. Antes de prender fuego a aquellos almacenes, los funcionarios de la SS habían enviado a la Alemania central parte de los objetos de más valor. Los materiales de construcción también se habían trasladado, igual que equipos técnicos como la máquina de rayos X empleada en los experimentos de esterilización. Las autoridades habían echado abajo asimismo los hornos y las cámaras de gas a partir de noviembre de 1944. El crematorio V, el último que estuvo operativo, se dinamitó poco antes de la liberación. La «fábrica de muerte» que había sido Birkenau yacía, por lo tanto, en ruinas. Por su parte, las instalaciones para los presos, en otro tiempo atestadas, habían quedado desiertas en gran medida. A finales de agosto de 1944, menos de cinco meses antes, había habido más de 135 000 reclusos en todo el campo de concentración. Cuando los soviéticos liberaron Auschwitz solo quedaban 7500, en su mayoría gentes enfermas y desfallecidas a las que habían abandonado durante la evacuación definitiva. Con todo, la pérdida de Auschwitz supuso un golpe durísimo para la SS, dado que el recinto había sido la joya de su corona: un modelo de colaboración con la industria, un puesto avanzado para las colonias alemanas y su principal campo de exterminio.
En tiempos recientes, el día de la liberación de Auschwitz se ha convertido en el momento clave a la hora de recordar el Holocausto. Aun así, y pese a estar la fecha, cierto es, cargada de simbolismo, el 27 de enero de 1945 no supuso ni el principio ni el final de la liberación de los campos de concentración. A la mayor parte de los presos aún le quedaba mucho que sufrir: en los casos en los que había de llegar a tiempo la excarcelación, todavía habrían de esperar semanas o aún meses, muchas veces después de más marchas de la muerte emprendidas entre abril y mayo.

Nikolaus Wachsmann, KL. Historia de los campos de concentración nazis, Crítica, 2017. Trad. de Cecilia Belza & David León Gómez

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