lunes, 24 de diciembre de 2012
invierno
Menudean en estos días los mensajes y las felicitaciones que incorporan deseos de felicidad y augurios de fiestas no menos felices, y los de todo tipo de bienintencionadas invocaciones e invitaciones a la resistencia en tiempos de zozobra y a compartir en familia recuerdos, anhelos y demás auspicios. Y a medida que se acerca la fecha de la natividad que aún celebra medio mundo, crecen y se multiplican felicitaciones y mensajes.
Sé que son, la mayoría, más sinceras si cabe que en ningún otro, las de este año en que la muerte ha venido a visitarnos. Muchas no ocultan que nos será difícil alcanzar lo que con tanta voluntad y empeño tanto nos desean, que la ausencia, dicen otras, se hace más presente -de nuevo, si cabe- en estos días.
Alguna especialmente madrugadora y que sabe bien de qué habla me ha sorprendido esta mañana terminando la lectura de ese diario en que Paul Auster deja entreabierta la reflexión sobre qué vida y cuánta después de iniciados los años de invierno, los del invierno de la vida.
Porque no hay respuesta a la pregunta con que concluye su recuento -‘¿Cuántas mañanas quedan?’-, pensaba yo mientras lo leía que merece la pena felicitar, ahora y en cualquier momento del año, solamente la vida. La vida que se vive, la vida que se desea (con más precisión: el deseo de vida) para aquellos a quienes queremos. Y felicitar intensamente hasta la renuncia, hasta el desvivir si es necesario, con tal de que no haya quien no ingrese en esos grises, y puede que fríos años, del invierno de la vida. (Desvivir a la manera en que se desviven las madres, esas mujeres que son, más que ninguna otra cosa, amor sin condiciones. Seguramente porque son ellas el origen, y el don, de la vida)
Cuenta Paul Auster en ese Diario de invierno cómo en una visita suya al campo de Berger-Belsen oye los gritos de los cincuenta mil soldados rusos enterrados en una sola fosa, ‘una tremenda oleada de voces irguiéndose de la tumba bajo tus pies’.
‘La tierra estaba gritando’, concluye Auster la narración de su experiencia ante tanta muerte concentrada en un trozo tan pequeño de terreno, un rectángulo perfecto que medía ‘unos veinte metros por treinta, el tamaño de una sala grande’.
Si se alzaran también las voces, al modo de las de aquel campo nazi de exterminio, y los gritos de los sepultados en el rio de la Plata, sería un estruendo de agua, una oleada, la que sacudiría hasta romperlos los tímpanos ciegos de nuestras peores pesadillas.
Yo las he oído, las voces de la sepultura de agua. Aquella vez primera, sobrevolando el rio terroso, sus aguas casi calmas y el reflejo de las pequeñas nubes dispersas a modo de manchas oscuras, de Montevideo a Buenos Aires. El vuelo de un luto largamente aplazado y de dolor cuyo relato acabó perdiéndose, hiperprotegido, por demasiado salvo. Pero a salvo quedó en mi recuerdo, memoria viva: esa que no pudieron conservar, aturdidos primero y luego silenciados para siempre -‘desaparecidos’-, los compañeros que llenaron los vuelos de la muerte.
Ahora las he vuelto a oír de nuevo, cuando leo que se juzga a los ejecutores de ese crimen colectivo que sembró de cadáveres las aguas del gran rio y de estupor, de odio y miedo las conciencias de varias generaciones de jóvenes. Quizás por eso las oigo en las palabras de Leopoldo Brizuela, que En una misma noche quiere conjurar y echar fuera las voces y los ecos de unos mismos demonios familiares. Quizás las oigo por eso en el relato sencillo y claro de Alejandro Zambra, del lado chileno de la cordillera, en su Formas de volver a casa.
Voces que resuenan en las lecturas, y en el diario vivir que el azar me ha reservado desde que en julio se hiciera el invierno. Que se hacen presentes sobre todo ahora, cuando la liturgia, convertida casi en pretexto y ocasión para el consumo, apenas si puede anunciar la buena nueva del nacimiento de aquel que habría de venir, nos dijeron, para vencer a la muerte.
También allí, en la cercanía de Belén, la tierra sigue gritando.
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Llegarán los últimos días del invierno. Esos en los que hay más luz y los rayos del sol comienzan a caldear el alma y los huesos. Mucho ánimo y besos
ResponderEliminarEstoy convencido de que han de llegar, limpios, tranquilos, aquietados.
ResponderEliminarLa felicidad es como una mariposa: si la persigues, no lograras nunca atraparla; pero si la esperas tranquilo, puede que se pose sobre ti.
ResponderEliminarN.H.
Feliz año nuevo