sábado, 22 de mayo de 2010

niño en san telmo



A su gesto firme, brazos en jarras, puños en las caderas como si desafiara al mundo, le traiciona la dulzura de la mirada, como atemorizada, suplicante, que desea a la vez que teme. ¿Se retrasa acaso su madre, que le ha encargado que le guarde un momento su mochila mientras busca el pan en esa tiendecita de al lado?, ¿será el padre, enamorado coleccionista de sellos y viejas canciones, el que tarda ya demasiado?.
Podría ser cualquier niño, éste que me iluminó en una mañana porteña como si hubiera buscado adrede situarse bajo la luz del sol que se filtra por entre los árboles de la vieja plaza, Dorrego por nombre. En el único rincón apartado, tranquilo, como si estuviera hecho para la espera.
Ajeno al bullicio, a la vida viva que con tanta fuerza sentí en la Argentina de mi adiós: al trajín de turistas y curiosos, de vendedores de pasados que fueron menos tristes, de buscadores de belleza y nostalgia, relicarios y sifones, sombreros y radios, placas de viejos fonógrafos, fotos sepia y postales añejas, antigüedades, pinturas y muñecas (¡qué ojos tan quietos, de abiertos con fuerza al infinito, los de las muñecas antiguas!), monedas, pastilleros, juguetes, pitilleras y soldaditos de plomo, maletas de cartón. Bullicio y vida. Nostalgia, aires de tango y milonga.

Compraría después el último cedé de Soledad Villamil, la mujer que pregunta con sus ojos y quiere morir de amor. Y me quedé dudando ante esas marionetas que se quieren entre ángeles y hadas suspendidas, de belleza inquietante, promesa de recuerdos encendidos de vaga memoria.

El niño tiene un aire entre desvalido y confiado. Mira firme, aunque no supe dónde, como para darse un valor que no le alcanza, como si quisiera esconder el temor de la pregunta que asoma a sus ojos. Niño frágil. Niño fuerte, mochila de adulto. ¿Es posible que se encuentre perdido?.
Cuando crucé mi mirada con la suya, como pidiendo perdón por haber atrapado su imagen y su recuerdo, la vi tranquila, entre desafiante y risueña. No, no era la angustia del niño perdido.
¿Le habrán prometido también en su Buenos Aires querido que los que han de venir serán días más felices?
No se cruzarán de nuevo, ni en modo de milonga triste, nuestros dispares destinos. Pero será su mirada, su porte de niño adulto, mi memoria más honda y humana de un viaje que se inició aquella otra noche en que una de las Rinaldi cantaba a Lorca y otros niños recogían cartones en la noche de Callao.

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