lunes, 31 de mayo de 2010

uso (y abuso) del imperativo

Los hay que usan el imperativo como una orden, una imposición o un mandato. Para, si se tercia, tratar de anular voluntades.
Puede que se trate de gentes poco dadas al matiz, o demasiado atentas a la definición e incluso al uso que aprendieron y, quizás, padecieron en su adolescencia.
A otros nos gusta expresar con él un deseo ('sé feliz'), o apuntar sin apremio una sugerencia ('manda un beso a tu hijo'). También cuando nos sirve a modo de propuesta ('sigue así, ¡qué bien lo haces!') que encierra admiración y respeto, o de invitación ('ven, dame un abrazo'), aunque aparezca interesada a veces. Y nos vale también, y sobre todo, para una disculpa, tal que, por ejemplo, 'no me tengas en cuenta esta disgresión, y sonríe'.
Puede que porque no hayamos trazado aún -o no sepamos- las fronteras, tan inestables, del lenguaje intencional.

Hay al menos una persona, que yo sepa, que no usa nunca el imperativo. Y me gusta.
No dar/No aceptar órdenes pertenece al orden de lo muy saludable.
Cosa que saludo.

sábado, 29 de mayo de 2010

poeta apartado


Cambiar lentamente la posición de los hombros
formados por nudos cegados en leche suave
al perfume del tallo y el recuerdo sumido
en tu música de gnomos peludos brotando
por la magia de los años y el perfil de las fresas
untadas en el veneno favorito de las horas tristes
junto a la ruina de aquel hermoso amor de llantos.

(Francisco Ferrer Lerín, de Les branches des saules pleureurs, 1963 en La hora oval)

El paisaje, 'monte bajo', de la mirada espléndida -como siempre- de Miguel.

viernes, 28 de mayo de 2010

de rayuelas y diplomas


Me andaban naciendo por estas tierras que hoy se dan en llamar Castilla-La Mancha cuando Cortázar escribía en París su Rayuela y perdía el sueño -a veces, también la paciencia- con el desorden aparente de la Maga. Años más tarde, no cumplidos los veinte, respiré libertad con Nacha y chambre de bonne, resaca soleada en los jardines de Luxembourg, y la lectura de Rayuela en el París que estrenaba su último tango, apostado cada tarde en le Pont des Arts por si acaso la sombra de la Maga.
Y allí aprendí cómo la libertad era la única ropa que a ella le caía bien. Y qué difícil es atrapar los sueños en un papel. Por eso cada vez vuelvo sin remedio al estanque donde juegan los niños con sus barcos, incluso cuando no es tiempo de cerezas.
Cerca de La Joie de lire, y por un franco, uno podía comprar Le droit à la paresse, esa otra vida de un Marx vivo en cada esquina.
Ahora, cuando acaban de saberse las cartas que recrean la tarea del autor afanado en la escritura de su novela, se vuelve a editar con una portada que recrea aquella rayuela en negro y blanco de la primera edición. No sé dónde se perdió la mía, la que leía cada noche para hacer al día siguiente de las palabras vida, una confusión que ya no me ha abandonado nunca. Tampoco sé en qué rincón del olvido ha quedado el nombre de aquel hotel barato, ducha común en el pasillo y bidé en la habitación, y su ubicación.
Volveré sobre mis pasos lectores, y visitaré de nuevo la novela que no he dejado de ojear (con mis ojos, sí) desde entonces como al descuido, sin método, confiado a la necesidad del azar. Siempre Oliveira. París partout. Y el sueño reencontrado.
Mientras, leo despacio los versos del poeta apartado que hablan de sonrisas sedentarias y de tardes serenas. Del perfil de las fresas untadas del veneno especial de las horas tristes, y de la magia de esos años.
Semana de entrega de diplomas. Las chicas de bachillerato, espléndidas y jóvenes como aquéllas del último Preu, celebran la primavera con el aborozo de su título recién estrenado. Y se produce también ahí el asombro del tiempo y la añoranza y la belleza. Muchachas en flor. Y a su sombra, un orgullo de mujeres presentido.
Cuando muchacho, en nuestros juegos de pueblo manchego no se conocía el nombre de rayuela. Le llamábamos tocalé.

domingo, 23 de mayo de 2010

música con tarta y versos


En la casa de mis padres hay música, mucha más de la habitual en estos caserones de pueblo con patios ya sin granado. Y no faltan los libros de poesía. El Memorial de Isla Negra, que de allí les traje en su día, convive en la mesita de la sala pequeña con una Antología de José Hierro. Y por allí andan, siempre a mano, los Poemas de amor y de guerra de Miguel Hernández, Proverbios y cantares de don Antonio Machado y hasta cosas de Juan de la Cruz y Teresa de Jesús -la santidad no es per se atributo de poetas- revueltas con otras de JRJ. Puede que Ángel González se haya refugiado en otro armario.

Ayer tocaba regalo de cumpleaños del padre y abuelo. La tarta, de los nietos, con el escudo del Atléti, que son mayoría los colchoneros en esta familia en la que sobresale la perseverancia de la madre, fiel a la nostalgia vallecana de su Rayo (¿'Y en qué división dices que anda este año'?). Y a la más pequeña, madridista del Real, le parecía que lo mejor de la tarta eran las barras blancas del escudo. No hubo nada, sólo el soplo de las dos velas, el 8 y el 3 que el abuelo quiso arreglar cambiando de lugar la primera, 'que el orden de los factores -y lo decía muy serio- no altera el producto'. Nada más hubo, pero pensé para mí solo en otros padres que se fueron a destiempo, sin aviso siquiera para una despedida, más jóvenes ya para siempre de lo que lo son ahora sus hijas e hijos.


Tocaba regalo. Música, su pasión. Y poesía, que leerán los dos con esos ojos nuevos liberados de sus cataratas. De Neruda, la gran Antología General que conmemora ese Congreso de la Lengua Española que no se llegó a celebrar en Valparaíso: tembló la tierra y Chile vino de nuevo, una vez más, a nuestro corazón. Versos que cantan a la vida y el futuro, al amor y la esperanza. A Pablo y a Matilde, a Salvador, a Violeta.
En la dedicatoria -me gusta dedicar los libros que regalo- le dejé dicho que Pablo Neruda no alcanzó a vivir setenta años, pero nos dejó unas memorias -Confieso que he vivido- que cantan y celebran el amanecer de cada día sobre el mar azul desde su alcoba en Isla Negra, y con versos tristes el tiritar azul de los astros a lo lejos en cualquiera de sus muchas noches estrelladas.

Esta mañana hemos compartido el asombro renovado de la belleza, la alianza esta vez de la música y los versos. Sonaba Im Abendrot, la que más nos gusta de las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss. Ajenos por completo a la nostalgia, se reproduce la magia que jamás alcanzará el ocaso.

sábado, 22 de mayo de 2010

niño en san telmo



A su gesto firme, brazos en jarras, puños en las caderas como si desafiara al mundo, le traiciona la dulzura de la mirada, como atemorizada, suplicante, que desea a la vez que teme. ¿Se retrasa acaso su madre, que le ha encargado que le guarde un momento su mochila mientras busca el pan en esa tiendecita de al lado?, ¿será el padre, enamorado coleccionista de sellos y viejas canciones, el que tarda ya demasiado?.
Podría ser cualquier niño, éste que me iluminó en una mañana porteña como si hubiera buscado adrede situarse bajo la luz del sol que se filtra por entre los árboles de la vieja plaza, Dorrego por nombre. En el único rincón apartado, tranquilo, como si estuviera hecho para la espera.
Ajeno al bullicio, a la vida viva que con tanta fuerza sentí en la Argentina de mi adiós: al trajín de turistas y curiosos, de vendedores de pasados que fueron menos tristes, de buscadores de belleza y nostalgia, relicarios y sifones, sombreros y radios, placas de viejos fonógrafos, fotos sepia y postales añejas, antigüedades, pinturas y muñecas (¡qué ojos tan quietos, de abiertos con fuerza al infinito, los de las muñecas antiguas!), monedas, pastilleros, juguetes, pitilleras y soldaditos de plomo, maletas de cartón. Bullicio y vida. Nostalgia, aires de tango y milonga.

Compraría después el último cedé de Soledad Villamil, la mujer que pregunta con sus ojos y quiere morir de amor. Y me quedé dudando ante esas marionetas que se quieren entre ángeles y hadas suspendidas, de belleza inquietante, promesa de recuerdos encendidos de vaga memoria.

El niño tiene un aire entre desvalido y confiado. Mira firme, aunque no supe dónde, como para darse un valor que no le alcanza, como si quisiera esconder el temor de la pregunta que asoma a sus ojos. Niño frágil. Niño fuerte, mochila de adulto. ¿Es posible que se encuentre perdido?.
Cuando crucé mi mirada con la suya, como pidiendo perdón por haber atrapado su imagen y su recuerdo, la vi tranquila, entre desafiante y risueña. No, no era la angustia del niño perdido.
¿Le habrán prometido también en su Buenos Aires querido que los que han de venir serán días más felices?
No se cruzarán de nuevo, ni en modo de milonga triste, nuestros dispares destinos. Pero será su mirada, su porte de niño adulto, mi memoria más honda y humana de un viaje que se inició aquella otra noche en que una de las Rinaldi cantaba a Lorca y otros niños recogían cartones en la noche de Callao.

viernes, 21 de mayo de 2010

sopa de estrellas

Ha sido éste un mes de zozobra y hospitales, de noticias que no sonríen. Y aún falta más de una semana para que, con el Día de la Región, se clausure un mayo al que deseo un pronto olvido.
Antes, escogeré algún momento para el recuerdo grato, tal que la sonrisa fresca y ancha de Lucía y la alegría en la cara de Javier, que se nos han hecho mayores de repente en el vaivén entre Hamburgo (¡¡Atléeeetico campeón!!) y Madrid, donde viven y se acaban de casar. O algún día que hubiera querido eterno, por más que laborable y viajero. O los cumpleaños de mi A y mi P -tan de mayo-, y de RN, mi otra niña grande.
Escribe Enrique en su blog de recuerdos que le llevan al de su padre. Y ayer mismo -gracias, Blanca- volví a sentir la fortuna de quien, como yo, puede celebrar un nuevo cumpleaños del suyo. Mañana cumplirá mi padre 83. Un año más, que ya no será, con todo, un año como cualquier otro.
En este mes de mayo, de poco sosiego y de hospitales, le he dado por primera vez de comer a mi padre, niño de pronto. Sopa de estrellas. A pequeños sorbos. Sus manos, siempre tan fuertes, no tenían fuerza para sostener la cuchara.

viernes, 14 de mayo de 2010

ojos

los ojos como absueltos, embebidos
en quién sabe qué sueños

(leído en Los ejércitos, de Evelio Rosero)

tribulación y mudanza

En tiempos de tribulación, no hacer mudanza, parece que decía el de Loyola, aquel general sin galones. Si ya no tiempo de silencio (¿para qué, pasado el ejercicio del espíritu, cuando la voz retumba en el vacio y rueda sin destinatario?), llegado el de tribulación quizás sí convenga hacer mudanza. Que no de principios, ni de ideas e ideales, tampoco de valores. Mudanza hacia la coherencia mayor posible, a la lealtad que madura y se reafirma con la razón y la pasión juntas.
Y es que el tiempo de ajustes ha llegado, y se ha convocado al sacrificio que exigen estos tiempos. Necesario, imprescindible sin duda: comprometer el presente y el futuro por la inacción sería más que un error. Así hablaba ZP, al que sigo respetando.
Pero no es permisible, ni decente siquiera, que el esfuerzo y el sacrificio se exija -funcionariado aparte, que es harina y hasta costal diferente- como siempre a los de siempre. No me vale ya el como siempre.
Los beneficios de banca y bolsa, las ganancias multimillonarias del simple mover el dinero, los patrimonios que ya no tributan, los otros de siempre, no parecen llamados. Como siempre.
Y no es permisible. Ni decente.
La coherencia y la lealtad requieren respuestas, cambios. No callar.
En estos tiempos de tribulación, no hacer mudanza supone estar en el sitio en el que uno debe estar. Con los de siempre, con quienes tienen como único capital su inteligencia y su trabajo, con ésos que sí están entre los llamados aunque casi nunca entre los elegidos.

lunes, 3 de mayo de 2010

leído hoy, cuando es tiempo de silencio

Antonio Tabucchi tiene al aire inconfundible de lo cercano y sencillo. Así es Pereira, ese gran tímido, héroe malgré soi. La lectura de Tabucchi es siempre un regalo que hay que desenvolver despacio, con lentitud, como para que no se acabe.
Leo El tiempo envejece deprisa. Nueve historias que dejan, cada una, una suave invitación a más. Perfectas como lecturas de hospital, todo silencio.
Y leo cosas como éstas:

'Creo haber comprendido una cosa, que las historias son siempre más grandes que nosotros, nos ocurrieron y nosotros fuimos inconscientemente sus protagonistas, pero el verdadero protagonista de la historia que hemos vivido no somos nosotros, es la historia que hemos vivido.'

'(...) El azul del cielo era un color que pintaba un espacio abierto de par en par. Abrió la boca, para respirar aquel azul, para engullirlo, y después lo abrazó, estrechándolo contra su pecho. Decía: Aire que lleva el aire, aire que el aire la lleva, como tiene tanto rumbo no he podido hablar con ella, como lleva polísón el aire la bambolea'
(la cursiva, en español en el original).

Y me viene al aire ese azul que se respira, celeste si se dice del cielo, como aquél de las viejas cajas de lápices de colores Alpino. Un aire, el de ella, con rumbo. Tiene rumbo, tener rumbo... maravillas del lenguaje.

Mientras, como todos los lunes, la maravilla semanal de RS. Ésta de hoy tiene el eco de nostalgia de Samarkanda.
¿No os saben a gloria estos versos?:

Yo la amaba.
Tenía esa belleza de las cosas
imposibles y lejanas y perdidas.
Era morena y dulce.
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