jueves, 10 de octubre de 2019

mandar


     Hay que reconocer que era un hombre fornido, aunque lo afeaba una excesiva barriga. Era una persona segura de sí misma, encantadora, y su jupiterina complexión despertaba confianza y causaba una buena impresión. Esa persona había nacido para mandar. Y no sabía hacer otra cosa. Satisfecho de sí mismo, el presidente dio un breve discurso sobre cómo la vida debía continuar, muchas veces luego de enormes tragedias. Salpicó el discurso de chistecillos y se dirigió permanentemente a nosotras como «nuestras hermosas señoras». Tenía el hábito, bastante generalizado por otra parte, de intercalar a cada momento la palabra «verdad». Yo tenía mi propia teoría al respecto de esas muletillas: todas las personas tienen un vocablo que utilizan en exceso, o de forma inapropiada. Esa palabra es la llave de su pensamiento. Así, teníamos al señor «Aparentemente», al señor «Generalmente», a la señora «Probablemente», al señor «Joder», a la señora «¿O no?», al señor «Como si». El presidente era el señor «Verdad». Existen evidentemente verdaderas modas en el caso de algunas palabras, como las que causan que de repente la gente movida por algún tipo de desvarío empiece a llevar unas ropas o unos zapatos idénticos, de la misma manera, de repente la gente empieza a usar una palabra concreta. Hacía un tiempo se había puesto de moda la palabra «generalmente» y entonces dominaba el «actualmente». El presidente dijo:

     —El fallecido, que Dios lo tenga en su gloria, ¿verdad? —e hizo un gesto como si se santiguara—, era mi amigo, habíamos compartido muchas cosas. Era también un apasionado recolector de setas y con toda seguridad este año se habría unido a nosotros. Era, ¿verdad?, una persona muy íntegra, de amplios horizontes. Daba trabajo a la gente y por eso deberíamos respetar, ¿verdad?, su memoria. El que trabaja no anda tirado en la calle. Murió en misteriosas circunstancias, pero la policía, ¿verdad?, pronto aclarará el asunto. No deberíamos, sin embargo, dejarnos aterrorizar, ¿verdad?, por el miedo, ser víctimas del pánico. La vida se rige por sus propias leyes y no podemos hacer caso omiso de ellas. Valor, queridos amigos, hermosas señoras mías, estoy a favor, ¿verdad?, de poner fin a las habladurías y a la histeria injustificada. Hay que confiar, ¿verdad?, en las autoridades y vivir de acuerdo con nuestros valores —dijo aquello como si se estuviera preparando para unas elecciones.
   Tras aquella alocución, abandonó el encuentro. Todos estaban entusiasmados. Yo no podía dejar de pensar que quien abusa de la palabra «verdad» miente.




Olga Tokarczuk*, en Sobre los huesos de los muertos, Siruela, 2016
traducción de Abel Murcia
*premiada hoy con el Nobel de literatura

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