Hay
que reconocer que era un hombre fornido, aunque lo afeaba una
excesiva barriga. Era una persona segura de sí misma, encantadora, y
su jupiterina complexión despertaba confianza y causaba una buena
impresión. Esa persona había nacido para mandar. Y no sabía hacer
otra cosa. Satisfecho de sí mismo, el presidente dio un breve
discurso sobre cómo la vida debía continuar, muchas veces luego de
enormes tragedias. Salpicó el discurso de chistecillos y se dirigió
permanentemente a nosotras como «nuestras hermosas señoras». Tenía
el hábito, bastante generalizado por otra parte, de intercalar a
cada momento la palabra «verdad». Yo tenía mi propia teoría al
respecto de esas muletillas: todas las personas tienen un vocablo que
utilizan en exceso, o de forma inapropiada. Esa palabra es la llave
de su pensamiento. Así, teníamos al señor «Aparentemente», al
señor «Generalmente», a la señora «Probablemente», al señor
«Joder», a la señora «¿O no?», al señor «Como si». El
presidente era el señor «Verdad». Existen evidentemente verdaderas
modas en el caso de algunas palabras, como las que causan que de
repente la gente movida por algún tipo de desvarío empiece a llevar
unas ropas o unos zapatos idénticos, de la misma manera, de repente
la gente empieza a usar una palabra concreta. Hacía un tiempo se
había puesto de moda la palabra «generalmente» y entonces dominaba
el «actualmente». El presidente dijo:
—El
fallecido, que Dios lo tenga en su gloria, ¿verdad? —e hizo un
gesto como si se santiguara—, era mi amigo, habíamos compartido
muchas cosas. Era también un apasionado recolector de setas y con
toda seguridad este año se habría unido a nosotros. Era, ¿verdad?,
una persona muy íntegra, de amplios horizontes. Daba trabajo a la
gente y por eso deberíamos respetar, ¿verdad?, su memoria. El que
trabaja no anda tirado en la calle. Murió en misteriosas
circunstancias, pero la policía, ¿verdad?, pronto aclarará el
asunto. No deberíamos, sin embargo, dejarnos aterrorizar, ¿verdad?,
por el miedo, ser víctimas del pánico. La vida se rige por sus
propias leyes y no podemos hacer caso omiso de ellas. Valor, queridos
amigos, hermosas señoras mías, estoy a favor, ¿verdad?, de poner
fin a las habladurías y a la histeria injustificada. Hay que
confiar, ¿verdad?, en las autoridades y vivir de acuerdo con
nuestros valores —dijo aquello como si se estuviera preparando para
unas elecciones.
Tras
aquella alocución, abandonó el encuentro. Todos estaban
entusiasmados. Yo no podía dejar de pensar que quien abusa de la
palabra «verdad» miente.
Olga
Tokarczuk*, en Sobre los huesos de los muertos, Siruela, 2016
traducción
de Abel Murcia
*premiada
hoy con el Nobel de literatura
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