Frente al ruido y la furia, la ciudadanía de la razón y la sensatez que
ayer acudió tan firme como serena a parar la involución que se nos
anunciaba. A defender la España de la convivencia y del diálogo entre
diferentes (adversarios quizás, nunca enemigos).
La ciudadanía
movilizada en defensa de derechos que tanto costó conquistar, dispuesta a
que permanezca abierto el horizonte de su ampliación.
Fue la de ayer una muestra de fuerza tranquila, la más contundente de las posibles en democracia.
Con dos tareas inaplazables.
Una, la imprescindible reflexión de las derechas democráticas, que
necesitan líderes que, por respetables, se hagan respetar. Que tengan la
valentía de pedir perdón a la ciudadanía por la corrupción que ha
carcomido las estructuras de su partido, que no a decenas de miles de
militantes y seguidores que han sido y son gente decente.
La otra,
que le atañe a las izquierdas sin dilación, la de no temblar cuando se
trata de frenar la galopante desigualdad social que ha provocado la
crisis y ha acentuado la salida en falso de las políticas puestas en
marcha hasta ahora por las derechas.
La urgencia de romper las
desigualdades entre mujeres y hombres, de dar seguridad y pensiones
justas y dignas a los más mayores, de ofrecer certezas a los jóvenes, de
poner el trabajo (y a los y las trabajadoras) de nuevo en el corazón de
la política, de ensanchar la democracia y trabajar por que el cuidado
del medio haga posible la continuidad de la vida. Que nos permita vivir,
y morir, con dignidad.
Seguridades, confianza y certezas. La mejor
receta para que el fascismo, aunque haya resurgido marchito y rancio, no
consiga hacernos volver a las andadas.
Y, por último, en una España
que no se deja secuestrar por ningún discurso patriotero de los que
tapan la bolsa con la bandera y sofocan los lamentos del dolor con la
estridencia de los himnos.
Tarea para una izquierda prudente y firme. De esas que, a la postre, resultan ser las más revolucionarias.
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