lunes, 11 de septiembre de 2017

propósito



Tengo una mala memoria. Y una edad en la que empiezan ya a confundirse los hechos -si es que existe algo así fuera de nuestra mente- con imágenes y sensaciones que quizás pudieron ser pero tal vez nunca fueron. O no fueron así como mi memoria recoge ahora.
Tampoco sé, os lo confieso, si mis recuerdos son enteramente míos, ni cuánto habrá en ellos de prestado. La memoria también se hereda, he leído que decía Angelina Gatell, la poeta que limpiaba lentejas.
Una edad la mía en la que se agolpan a veces, sin posibilidad apenas de distinguirlas, emociones que vienen a desdibujar los recuerdos. O a intensificarlos, depende de su viveza. Que se asocian a ellos y los evocan, aunque a menudo son los propios recuerdos los que las llaman y las convocan hasta anegarte, si cabe, el corazón. Emociones tal que ahora, cuando tan cerca del patio de la parra, desnuda todavía, donde abracé por última vez a mi Amandita la víspera de su muerte. El patio donde velamos su ausencia en compañía de los amigos.
Hoy le he traído a mi padre, que conserva su alma de músico, un documental sobre el sistema de orquestas venezolanas, el que soñó Abreu y Dudamel ha hecho definitivamente universal y envidiado, y vemos en él a un músico jovencísimo que cuenta que solo puede dormir si sabe que su chelo está a salvo a su lado. Un chelo como el que, ahora mudo y solo, hacía sonar Amanda.
Estamos los tres, mis padres y yo, solos en esta casa que llama con fuerza a mi madre tan pronto como abre la primavera y van quedando atrás las noches oscuras del invierno. La casa que fue primero de sus padres y después suya, refugio y meta una vez finalizado su destierro madrileño, ajena ahora la casa propia de ahí enfrente, la que hicieron en parte mis padres con sus propias manos. Aunque de eso quizás diga algo más adelante.
Han querido venir esta semana santa con la excusa -no sé si consciente- de que la casa esté abierta por si quieren venir los chicos. Y entramos así, y cada vez ocurre con más frecuencia, en un bucle que no me atreveré a calificar más que de cansino: abierta la casa, y aunque a regañadientes como en esta ocasión, los chicos -es decir, mis hermanos- se ven obligados a venir. Y si no se quedan, como sería su gusto -el de mi madre: su casa, sus chicos- según el plan que urdió en su cabeza, la ilusión acaba trocándose en disgusto.
Nada de extraordinario, por otra parte, salvo que María, mi madre, ha cumplido ya los ochenta y ocho, y ahora mismo, mientras escribo, anda entrando y saliendo a los patios, riega las plantas (ya lo hizo ayer, y anteayer), pone la sartén y empieza a freír el champiñón que estuvo limpiando mientras en la tele desfilaban, una tras otra, las procesiones de esta España nuestra que ya dudo que sea algún día el Estado no confesional que su Constitución predica. Aunque todo eso, y limpiar el polvo y barrer los patios y subir a las cámaras, es no más que un espejismo. Ya no pueden quedarse solos. De ahí que esté yo. Que estemos los tres. Por eso, y porque no pienso negarles aquello que pueda hacerlos un poco más felices.
Por eso el sol en el patio ahora. Y el silencio. Un momento propicio para empezar a escribir estas que, aun viniendo de la memoria, no son memorias y me vienen rondando demasiados años ya por la cabeza. Propicio para poner en el papel y en orden una gavilla de recuerdos, y de pensamientos atados a esos recuerdos, y reflexiones que vienen del tiempo de la infancia y a la infancia me devuelven.
Dónde mejor que en la casa que mis abuelos maternos, Pedro y Gloria, terminaron de levantar en 1927.
¿Y por qué no ahora, a la luz limpia de la tarde de este sábado de abril que en la liturgia romana llamaron siempre de gloria?

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