A Pedro Patiño, del que no llegué a escribir, y ahora publico.
Hoy, 13 de septiembre, se cumplen años de su muerte.
El asesinato fue en 1971.
Llegará el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles, hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de mi memoria. Porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en los papeles donde se guarda la vida.
Y cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario, plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de unas figuras que se parecen a las de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como ninguno la reconciliación. Lo editó el PCE, el mismo que ya en 1956 había dicho que lo que España necesita es la paz civil, la reconciliación de sus hijos, la libertad. No había en el calendario siglas -claro está- ni distintivos, y se hizo para recaudar fondos para los presos y obtener recursos para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Con presos, muchos, en las cárceles, y eso que estábamos ya en 1976.
Y digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado, a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro. Y fue también -ayer- el homenaje a Juan Genovés, el pintor.
¿Y acaso tiene esto que ver con el tiempo hermoso? Es verdad, y no por darle la contra al poeta, que a los niños no dejaron de querernos, pero alguno hubo, y quiero recordarlo hoy, que fue hijo de un tiempo oscuro y al que la vida le duró poco, apenas treinta y cuatro años, que se la arrancó un tiro a traición, el disparo mortal de un fusil nada benemérito. Albañil y comunista, obrero con conciencia, Pedro Patiño será eternamente el joven que aparece tan contento con sus hijos -¿tres, cuatro años?- en esa foto que fue entonces octavilla y denuncia de aquel crimen, la que guarda mi madre, oro en paño, en el sitio donde guarda las cosas valiosas.
Nada existe en su pueblo, que yo sepa, que recuerde su memoria. La de Pedro y en su pueblo, que es el mío, rara vez generoso con los suyos. Si buscas en el callejero encontrarás la calle de un Patiño, aquel que fue obispo Mercadillo en tierras de misión y de conquista allá por el siglo XVII, más bien oscuro en la administración de los dineros públicos y polémico en sus actuaciones. Don Fernando, que fue un buen cura, escribió de él, y yo vi en persona el portal del obispo, lo que queda de la casona de aquel paisano en la plaza de Córdoba, la de Argentina.
Nunca hablé con Pedro Patiño, y hasta ayer no había podido abrazar a Lola, su mujer, el pelo enteramente blanco. A ella, ejemplo de valor y de coraje, ni siquiera le permitieron estar presente en el entierro de su marido. El proceso judicial, una farsa que reparó, aunque tarde y parcialmente, la democracia recuperada. No sería hasta 2009 cuando el gobierno de España reconociera que Pedro Patiño fue perseguido y encarcelado injustamente “sin las debidas garantías por el ilegítimo Juzgado Especial de Espionaje y Comunismo” y que murió “en defensa de su actividad política”. El centro de formación sindical que CC.OO. tiene en Madrid lleva su nombre.
Pedro formó parte, como tantos otros, de un gigantesco éxodo. El que un joven escritor, Sergio del Molino, llama ‘el Gran Trauma’ en su libro La España vacía, que leo estos días. El éxodo que llevó en no más de veinte años -los que van de 1950 a 1970- a millones de españoles del campo hasta la ciudad. Un desarraigo producto de la acción combinada del desarrollismo incipiente y del abandono del campo, dejado de la mano de dios y la del Régimen. Franco había dado la espalda a aquel macizo de la raza en que había basado sus sueños imperiales.
A la ciudad, o al extranjero. Y allí, en París, por poco no vivió Pedro Patiño su particular mayo de 1968, un éxodo, el segundo, que no tuvo ya motivaciones económicas. Había sido procesado y declarado en rebeldía.
También mi familia, ya está dicho, formó parte de aquel Gran Trauma. En busca, así me lo tienen dicho, de estudios para los hijos y de mejor salud para la madre. Y en Vallecas encontramos nuevo hogar, un primer piso de algo más de sesenta metros con terraza a la calle. No lejos de allí vivía la Olvido con su hermana Asunción y Pedro, su cuñado, y sus sobrinas.
El barrio se llamaba de Entrevías, y la cueva donde vivían estaba encalada y limpia, con una bombilla de luz siempre encendida. No hace mucho frío -decían-, lo peor es cuando llueve.
* En El tiempo hermoso. Almud Ediciones de Castilla-La Mancha.
Abrazo*
Llegará el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles, hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de mi memoria. Porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en los papeles donde se guarda la vida.
Y cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario, plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de unas figuras que se parecen a las de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como ninguno la reconciliación. Lo editó el PCE, el mismo que ya en 1956 había dicho que lo que España necesita es la paz civil, la reconciliación de sus hijos, la libertad. No había en el calendario siglas -claro está- ni distintivos, y se hizo para recaudar fondos para los presos y obtener recursos para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Con presos, muchos, en las cárceles, y eso que estábamos ya en 1976.
Y digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado, a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro. Y fue también -ayer- el homenaje a Juan Genovés, el pintor.
¿Y acaso tiene esto que ver con el tiempo hermoso? Es verdad, y no por darle la contra al poeta, que a los niños no dejaron de querernos, pero alguno hubo, y quiero recordarlo hoy, que fue hijo de un tiempo oscuro y al que la vida le duró poco, apenas treinta y cuatro años, que se la arrancó un tiro a traición, el disparo mortal de un fusil nada benemérito. Albañil y comunista, obrero con conciencia, Pedro Patiño será eternamente el joven que aparece tan contento con sus hijos -¿tres, cuatro años?- en esa foto que fue entonces octavilla y denuncia de aquel crimen, la que guarda mi madre, oro en paño, en el sitio donde guarda las cosas valiosas.
Nada existe en su pueblo, que yo sepa, que recuerde su memoria. La de Pedro y en su pueblo, que es el mío, rara vez generoso con los suyos. Si buscas en el callejero encontrarás la calle de un Patiño, aquel que fue obispo Mercadillo en tierras de misión y de conquista allá por el siglo XVII, más bien oscuro en la administración de los dineros públicos y polémico en sus actuaciones. Don Fernando, que fue un buen cura, escribió de él, y yo vi en persona el portal del obispo, lo que queda de la casona de aquel paisano en la plaza de Córdoba, la de Argentina.
Nunca hablé con Pedro Patiño, y hasta ayer no había podido abrazar a Lola, su mujer, el pelo enteramente blanco. A ella, ejemplo de valor y de coraje, ni siquiera le permitieron estar presente en el entierro de su marido. El proceso judicial, una farsa que reparó, aunque tarde y parcialmente, la democracia recuperada. No sería hasta 2009 cuando el gobierno de España reconociera que Pedro Patiño fue perseguido y encarcelado injustamente “sin las debidas garantías por el ilegítimo Juzgado Especial de Espionaje y Comunismo” y que murió “en defensa de su actividad política”. El centro de formación sindical que CC.OO. tiene en Madrid lleva su nombre.
Pedro formó parte, como tantos otros, de un gigantesco éxodo. El que un joven escritor, Sergio del Molino, llama ‘el Gran Trauma’ en su libro La España vacía, que leo estos días. El éxodo que llevó en no más de veinte años -los que van de 1950 a 1970- a millones de españoles del campo hasta la ciudad. Un desarraigo producto de la acción combinada del desarrollismo incipiente y del abandono del campo, dejado de la mano de dios y la del Régimen. Franco había dado la espalda a aquel macizo de la raza en que había basado sus sueños imperiales.
A la ciudad, o al extranjero. Y allí, en París, por poco no vivió Pedro Patiño su particular mayo de 1968, un éxodo, el segundo, que no tuvo ya motivaciones económicas. Había sido procesado y declarado en rebeldía.
También mi familia, ya está dicho, formó parte de aquel Gran Trauma. En busca, así me lo tienen dicho, de estudios para los hijos y de mejor salud para la madre. Y en Vallecas encontramos nuevo hogar, un primer piso de algo más de sesenta metros con terraza a la calle. No lejos de allí vivía la Olvido con su hermana Asunción y Pedro, su cuñado, y sus sobrinas.
El barrio se llamaba de Entrevías, y la cueva donde vivían estaba encalada y limpia, con una bombilla de luz siempre encendida. No hace mucho frío -decían-, lo peor es cuando llueve.
* En El tiempo hermoso. Almud Ediciones de Castilla-La Mancha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario