Los
sábados tienen, de antiguo, su puntito. Y no precisamente por la
camisa blanca, largo tiempo en desuso, ni por el seguro solaz que
dice el dicho. El sábado es más bien día de espera y anticipación,
ahora de asueto pero antaño tan laborable como el que más, si es
que el tiempo lo permitía.
Este
de gloria es un sábado que me retrotrae a
otro, de gloria igualmente pero yo no chico, de aquel año del siglo
pasado que resultó inaugural por tantas cosas. Otra semana santa,
otro abril, pero esta vez de 1977. Aquel año en que los españoles,
de nuevo ciudadanos, volvimos a votar.
Lo
recuerdo cada vez que paso frente a la casa cuyas puertas habíamos
decidido abrir aquel día de par en par no sin las dudas de muchos,
la oposición de algunos y los temores de casi todos. Los bajos de
aquella casa, en la carretera y muy cerca del Ayuntamiento y de la
iglesia -toda una declaración de intenciones- iban a convertirse
aquella tarde en la sede del Partido Comunista. Media docena de
sillas y una mesa, un par de carteles (Dolores y Santiago, y puede
que uno también de Marcelino publicitando las Comisiones Obreras) y
un puñado de hombres y de mujeres esperando la llegada del sargento
de la Guardia Civil. También una barra mediada en la pared del
fondo, recuerdo de su pasado como local destinado a bar.
Llegó
el sargento (‘buenas tardes, ¿qué hacen ustedes?’, ‘pues
ya ve, de cumpleaños, celebrándolo’, ¿y esos carteles?,
‘nuestros, de unos amigos’, ‘ya veo, ya, pues dentro de una
hora vuelvo y espero que no estén aquí… y si hace falta traeré
la fuerza’), y, antes de que volviera de nuevo, la noticia de
la legalización del Partido: Jose, entonces una chiquilla de cara
triste y dulce, muy guapa, nieta del que había sido el último
alcalde socialista de la República, nos la lloró nerviosa y
alborozada. Están diciendo en la televisión que han legalizado
el Partido.
El
azar, tan amigo y aliado de la necesidad que son ya una y la misma
cosa, había obrado aquel acontecimiento. Ni siquiera José Luis,
entonces del Comité Central de la clandestinidad, conocía la fecha
elegida. Y así nos juntamos, al azar, en una semana santa como la de
ahora, los que vivieron en el silencio forzado de los vencidos sin
perder en sus ojos el brillo de la esperanza y los que, más jóvenes
y más audaces, habíamos tomado partido por la política ‘de
puertas abiertas’ y habíamos optado por salir a la luz, por
imponer nuestra presencia para que nunca más se pudiera esconder.
Cosa que era bien distinta en el inmenso anonimato de Madrid.
A
la tarde esperé en la AISA -el coche de Madrid será siempre
la Isa- a la tía monja. Aquella que lo era por haber hecho promesa
de vestir los hábitos si su padre -mi abuelo- se salvaba del pelotón
de fusilamiento. La que se hizo forastera y ya nunca volvió más que
de visita.
Pero
no es esto lo que ahora quiero contar. Ni el cómo la casa de
Nicolasa la Dura -Duro era de apellido- llegó a ser, después
de bar, sede del PCE de mi pueblo, ni cómo aquel domingo del cristo
resucitado celebramos públicamente esa otra buena nueva del fin de
la clandestinidad de un partido al que no pudieron aniquilar por más
que asesinaron a miles de los suyos, ni cómo me entrevisté aquella
mañana, Apolonio de testigo, con el alcalde de entonces, aturdido él
y desorientado -‘tendré que llamar al gobernador’, decía- para
anunciarle que esa tarde haríamos una fiesta a la que estaba
invitado. No, no son este tipo de recuerdos. Si acaso, como el lector
podrá colegir, será el azar el que explique cuánto azar hay en la
vida de un chico de pueblo que quiso siempre entender el mundo y que
un día, además, creyó que podría cambiarlo.
Claro
que, por no dejar al lector a medias y que a servidor se le reproche,
tendré que decir que la fiesta se hizo, y celebramos en un local
repleto que la vida empezaba de nuevo. La espera había sido larga, y
el dolor tanto y tan grande que no se podía medir. Pero allí
estábamos, en pie. Derrotados, pero no vencidos.
El
sargento de la Guardia Civil no vino. El alcalde tampoco.
Ni derrotadaos ni vencidos, por el día que era, en todo caso resucitados.
ResponderEliminar