¿Que
hay que desdramatizar? Sea. No le llamemos traición. ¿Desprecio,
quizás? ¿Que sigue siendo fuerte? ¿Abandono, entonces? ¿Que
tampoco? Pues pongamos que quiebra, si los más sensibles lo
prefieren, de la lealtad. Porque en estas vísperas, como si
recogidas a la tarde en oración, un grupo de sus señorías elegidas
en las candidaturas socialistas se debatirán entre dos lealtades. A
saber: la lealtad al comité que con su bendición las puso en las
listas, y la lealtad a los electores que con nuestro voto las pusimos
en los escaños del Congreso de los Diputados que ahora ocupan.
Y
aunque en estos días cunde entre los bienpensantes la curiosa, si no
estrafalaria, teoría de que militantes y asimilados no estamos
capacitados para la deliberación compleja de asuntos de muchos
matices, y que por ello preservada ha de quedar y reservada a esa
categoría de los llamados representantes, es evidente que la
decisión de lo que vayan a hacer mañana les corresponde en
exclusiva a sus señorías. Esas que, no por casualidad sino por
constitucionalidad, no están sujetas a mandato imperativo alguno.
Y
una lealtad quebrará. Seguro. Porque se encuentran en una disyuntiva
que, salvo ausencias o renuncias, les obliga a elegir entre dos
únicas opciones, alternativas y excluyentes. En este caso, o con el
comité o con sus representados. Con los que los han puesto en las
listas, o con los que los hemos puesto en los escaños.
Quizás
sean estos momentos propicios para pensar que la calidad -y la
permanencia, y el robustecimiento- de la democracia tiene que ver
cada vez más con el respeto a la palabra dada, al compromiso, a la
promesa. Al contrato en que consiste el voto. Tú me dices para qué
y yo delego en ti. Y no para cualquier cosa, sino justamente para
aquello en lo que has empeñado tu palabra, en lo que te has
comprometido conmigo. Y para eso están los documentos programáticos,
y los pronunciamientos públicos de candidatos y dirigentes.
¿Que
han cambiado situaciones, que hay nuevas circunstancias? ¿Que se
presenta sin esperarlo un hecho que obliga a una reconsideración? Es
posible. Pero entonces, hazlo conmigo, no sin mi. No contra mi.
Porque fui yo, fue mi voto, señoría, y no tu comité, el que te
convirtió en representante y te dio la voz y el voto que emitirás
mañana.
Sabemos
de antiguo que las palabras, que el lenguaje, tienen esa capacidad
asombrosa de hacer emerger la realidad, y también la de crearla e,
incluso, la de ocultarla y hasta negarla. Que a veces las palabras
son, devaluadas, medias palabras. Hace mucho que perdimos la
inocencia original -si es que alguna vez la hubo- pero tenemos viva
la memoria de la palabra que por las calles y las plazas de toda
España, en todo tipo de escenarios, durante la campaña electoral,
antes del voto, y aún después, hasta ayer mismo, empeñó el PSOE.
Un partido -y unos militantes, y unos candidatos- de palabra.
Quizás
mañana optéis por ser leales al comité que os puso -y puede que os
mantenga- en las listas. Pero entonces debéis saber que quizás no
nos encontréis para poneros en el escaño. Que esa capacidad por
ahora le está únicamente reservada a ciudadanos -y por ende,
políticos como vosotros- con derecho a voto.
Ojalá
no. Para que no se haga verdad ese latiguillo -que azota, claro que
sí- que ayer oí una vez más, puesto esta vez en boca de un
personaje de serie argentina, de que ‘los políticos’ son
expertos en hacer desaparecer lo evidente. Para que el PSOE siga
siendo -y lo sea por muchos años- un partido de palabra. Es decir,
de fiar.
Ojalá
no. Para que así conciliéis convicciones y responsabilidad. Para
que no tenga que deciros mañana a la tarde, hora de vísperas: ‘Me
representábais porque os elegí con mi voto. Ahora ya no’.
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