Es una sencilla cuestión biográfica la que hace que no pueda vivir los
problemas del PSOE con dolor del corazón. Razón que no evita que los
padezca con una enorme desazón y una no menos lacerante preocupación de
la cabeza. Que puede que hasta duelan más así, y más intensamente.
Porque al PSOE llegué por convicción, y en esa convicción acarreaba
entonces las pasiones y las vivencias de un corazón volcado sin reservas
en la izquierda, y ninguna quise dejar atrás.
Hoy, y desde ayer,
miles de afiliados, decenas de miles de votantes, gentes que,
sencillamente, nos respetan, o que nos quieren aunque no nos voten, y
tantos y tantas que reconocen el papel determinante del partido en la
transformación de España contemplamos impotentes el desarrollo de una
operación que amenaza con llevarse por delante una organización
centenaria en la que aún se depositan las esperanzas y los sueños de
muchos españoles.
Ese depósito es el que hace que aún sea necesario
el PSOE, porque sólo son necesarios los partidos que los ciudadanos
perciben útiles porque comparten sus sueños y sus esperanzas.
Cuando deja de ser así, esos mismos ciudadanos les retiran su corazón,
primero, y su voto después. Y esos partidos se consumen. Y acaban por
desaparecer, no importan ni su historia -ya sea centenaria o efímera-
ni sus méritos ni sus aportaciones.
Pero también, a veces, como si
les pesara la edad, mueren de sus glorias pasadas -como si su pasado
fuera una cortina oscura que les ciega la visión del presente y, con
ella, la ambición de futuro- cuando no de la acomodación a ese lento
veneno de la perpetuación de los 'aparatos' dirigentes reproduciéndose a
sí mismos, cada vez más alejados si es que no ajenos a los principios
fundacionales y sus valores.
En el campo de las izquierdas suelen
darse también los suicidios épicos y esos otros más laboriosos que toman
como método la (auto)amputación progresiva e incesante, depurando a sus miembros y
depurándose hasta la consunción.
No caeré ahora en la tentación de
atribuir culpas. Tampoco de exculpar a ninguno de los actores de este
drama de tan escasa épica y nula lírica.
Pero no puedo dejar de
señalar que la confrontación que amenaza con llevarse por delante a la
organización se da precisamente entre los 'dirigentes', los notables con
mando presente o pretérito, ayunos y ajenos los afiliados, sin arte ni
parte en la obra.
Porque en el debate, que unos reclaman y otros proclaman, los afiliados ni estamos ni se nos espera.
Y uno, que sigue pensando que los partidos políticos, por su papel
constitucional, no deben ser de sus dirigentes ni exclusivamente de sus
militantes sino de los ciudadanos, tiene claro que el PSOE es un
patrimonio de todos los progresistas, de la izquierda sin apellidos, del
movimiento obrero español. Y que su debilidad -y no digamos su quiebra o
su ruptura- es una mala nueva. Muy mala.
Cuando más arrecia la
ofensiva de las derechas unidas y sus aliados no nos podemos permitir ni
un solo retroceso. Y menos una derrota en toda regla como la de una
eventual deriva hacia la irrelevancia del partido que ha sido, y tiene
que seguir pretendiéndolo, vertebrador de la izquierda española.
Y para eso es necesario respetar, más allá de declaraciones huecas, a los militantes. Y no tomar su nombre en vano.
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