martes, 12 de febrero de 2013

prosas


       ‘(…)
      Se asomó a la puerta oscura blandiendo la fusta frente a sí. Del interior le llegaron los aromas cárnicos que ya conocía y una ligera pestilencia que no había notado antes. Metió la cabeza en el cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de monaguillos, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables.


      ‘(…)
      —No le entiendo.
      —Debes enterrar los cuerpos.
      —¿Cómo?
      —Entierra los cuerpos.
      El muchacho se puso de pie y miró a su alrededor. El pueblo forrado de sombras y paredes caídas.
      El cielo, en su costumbre, lejano. Echó la cabeza hacia atrás y resopló. Se sentía al borde de la extenuación y en ese momento lo único que deseaba era volver a su agujero, el hoyo tibio y húmedo en el que se amodorró la primera noche de escapada. El cuenco primigenio hecho con el barro de la verdadera madre. El lugar en el que la temperatura es constante, en el que el sol no penetra y en el que las raíces horadan la arcilla y retienen el suelo cuando llegan el agua o el viento. Se miró las manos temblorosas y respiró. El burro cargado y dispuesto para la marcha y, a su lado, como un reflejo turbio, el viejo expresando un mandato ajeno incluso a sí mismo: dar sepultura a los bastardos, buscarles un acomodo a salvo de las fieras a la espera del juicio final.'


Jesús Carrasco, Intemperie.

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