María se durmió el sábado para ya no despertar.
Quizá soñara con su Ignacia en medio de un trajín de cámaras, armarios y baúles, o con Amanda (¡ay, mi chica!, ¡hermosona!), cuando la llamó la muerte para llevársela al lugar donde descansan las buenas madres. Que fueron antes, y lo fueron para siempre, buenas hijas y buenas hermanas.
El lugar donde las abuelas se cuentan, orgullosas, las cosas de sus nietas y de sus nietos.
Un
baile con Arafat
Al
final la he convencido, pero tendrías que ver lo que me ha costado.
Mi madre quería a toda costa disponer una jofaina con agua, una
pastilla de jabón sin empezar y una toalla limpia en la alcoba. Por
si el médico necesita lavarse las manos. Y yo: que es Jesús, madre,
y es de confianza y sabe dónde está el lavabo. Y ella, erre que
erre: sí, ¿y si es el de guardia el que tiene que venir? Es terca, de
las que no lo parecen y obran a la chita callando. Así que no me
extrañaría que lo tenga todo preparado, y escondido donde solo ella
lo sabe. Por si el de urgencias…
A
mi madre no hay quien le quite las rarezas, como esta de pensar en
las visitas, que le da algo si ve que el embozo de la cama tiene un
pliegue o que asoma por debajo de la cama la cuña o la botella de la
orina. Y no es exactamente el qué dirán, pero se le parece. Y no
para de echar ambientador en la alcoba y ponerle colonia a mi padre,
mira cómo huele de bien, y tan fresquita.
Hasta
me da que la lectura voraz de mis escritos a prueba tiene más que
ver con aquella advertencia que me sonó a censura -que a ver qué
vas a decir, mira que no quiero disgustos- que a la curiosidad por
ver de qué más cosas hablo. Vaya, por saber si no le he hecho caso.
Hubo
un tiempo en que soñaba con Arafat. Nada, que otra vez he soñado
que bailaba con el del pañuelo. Y lo decía tan tranquila, para
regocijo redoblado de sus hijos y, sobre todo, de las nietas a las
que se lo contaba. En otras ocasiones era que le despachaba a doña
Sofía, hoy emérita, un par de botes de pintura color verde primavera. Y
el caso es que me los ha pedido de esos de El Faro Verde, de los
económicos, que no creo yo que les falte para comprar pintura de la buena de Titanlux.
Pero las cosas como son, aseguraba como sorprendida, a mí me parece
una mujer de lo más sencilla.
El
remate, y el jolgorio, lo ponía la despedida. Porque mi madre, al
fin y al cabo educada y muy cumplida, se veía en la obligación de
darle recuerdos para don Juan Carlos y los chicos. Y si le da usted
dos manos mejor, que así no se le conocen las mentiras. A la mesa recién pintada, se
entiende, que no al marido.
Me
habla mucho estos días, y puede que para aplacar su desasosiego. Yo
la animo, y le pregunto cosas, detalles, que me sirven para esta
labor de ahondar en los recuerdos. Y así se le distrae el
pensamiento. Y no sé ni cómo ni por qué, pero me dice de pronto
que no se acuerda de que hubiera en el pueblo más de un Antolín.
Hubo uno, hermano del tío Ticiano y del tío Rufino el albañil, el
maestro -sin serlo- de Nemesio, y hermano también de la Eufrosina… Y
ya puesta, su memoria funciona como una maquinaria de precisión.
Lo
que más le cuesta es arrancar, pero ya en marcha me dice que apunte.
Apunta, me dice, que aquel hombre que hacía de Jesucristo muerto en
la procesión del santo entierro era el tío Jesús Zaragata,
que decía que era capaz de dormir tres días seguidos y despertar al
tercero, y eso porque lo mandaba la liturgia. Y que a él no le asustaban
los armaos ni lo despertaba el ruido de las carracas.
Me
dice, de seguido, como si lo hubiera estado pensando estos días, que
el tío de la perragorda, otro as de la bicicleta que acabó
comprándose un vespino, era Paco el cacharrero, andaluz
amable y compasivo adelantado a su tiempo, precursor de la venta a
plazos en el pueblo. Y si era una perra gorda lo que la vecina podía
dar esa semana, él apuntaba en su libreta el pago y se lo descontaba
de la deuda por la compra de aquellas puntillas majas para el ajuar
de la chica. Mi madre, sin ir más lejos, le compró una palangana grande de las que llevan un baño de loza. Y va, y la busca, y nos la enseña. Mírala, y todavía tan hermosa.
Mi
madre tiene una memoria portentosa. Sobre todo para los nombres y
para los cumpleaños. Y sin llegar a tanto, se acerca mucho a la de
Nemesio, su hermano, cuya fama ya tenemos contada. Aunque ahora, nos
dice María, me empieza a fallar. A sus noventa años.
Para acto y
seguido ponerse a relatarme la historia de la tía Polígina, la
abuela de la visita que se acaba de marchar, una mujer tímida de pelo muy blanco. Tenía huerta, dice, en
el monte Corral y siempre andaban de quintería. Y era muy alegre y
muy buena la tía Polígina. Nombre con el que no doy por más que
busco.
Se
ríe mi madre cuando le hablamos de sus sueños, que
no son precisamente de gente corriente y más parecen sueños de
grandeza, que si lo
decimos es por
la alcurnia de sus protagonistas y no por otra cosa, que es pura sencillez la soñadora.
Ahora
que, cuando se enfada, o así lo parece, es cuando le hablamos de
aquella vez que tuvo un antojo, por las consecuencias. Y ella nos repite siempre lo mismo, y casi que con las mismas palabras. - Ni tiempo para antojos tenía una, y
ya ves, que para una vez que tuve uno le salió a la chica una mancha como una
ciruela así de grande, y con su color y todo, orilla de la ingle.
Mi
hermana calla, y ni niega ni asiente. Antojos de
embarazada. Cosas de los
pueblos.
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