Si
me paro a pensar, he vivido siempre -y aún hoy- rodeado de Glorias,
y eso a sabiendas de que no hay gloria alguna que me
esté destinada. Ya tuve una hermana Gloria, de vida cortísima y dicen que
alegría sola, tan monillo yo que no tengo de ella recuerdo alguno. Y Gloria fue esa abuela a la que todavía puedo ver sentada a la puerta del patio,
el moño bien hecho y de tocado siempre su pañuelo, de negro las
más de las veces aunque no fuera luto. Y hay en mi vida Glorias que son mis
primas, hermanas unas y primas segundas y hasta terceras otras, y no son pocas. Y una
cuñada, Gloria, que se afana en sanar a sus iguales allá en tierras del
Ecuador. Hasta una tuve, talaverana, trabajando conmigo un tiempo codo a codo.
Hace
un par de días hablé y escribí de cuando nació una bien cercana, Mariagloria, que me
viene siempre a la memoria el dicho de su poco peso al venir al mundo
y, a la vez, la imagen de un patio en obras. Y hace algo más contaba de su madre
que estaba grave y mal: la Gloria que ayer nos dijo adiós. A la que
hoy nos disponemos a despedir.
Y
cuando ayer Nuncy, la mayor, me daba la noticia, una sola cosa había
que no conseguí apartar desde entonces de mi cabeza. Porque si hay
personas de las que nunca nadie dirá nada, porque nunca han dado un
ruido, porque han pasado su vida en silencio -tan callando- y
resignadas, siempre en segundo plano, como desenfocadas allá al
fondo de la foto, si las hay, digo, la tía Gloria es una de ellas.
A
estas horas se prepara para hacer su último viaje al pueblo que la
vio nacer, madrileña como tantas a la fuerza. Como tantas por querer
para sus hijas una vida mejor. La que a ella injustamente, como a
tantas, le negaron. Y si hubiera de confesarnos algo hoy, concluso su
pasar por este mundo, cerrado su destino, seguro estoy de que, más
que haber vivido, nos diría que ha sufrido. Sobre todo cuando este
tramo final de su tiempo se le llenó de muerte y de dolor y perdió
en unos meses a tres hermanos, y pesó más el dolor que la alegría
del biznieto y la salud recuperada del nieto grande que le regaló un día,
valiente, su Isabel.
Le
ha venido la muerte como transcurrió su vida, tan callando. Y hoy la
lloraremos en silencio y yo recordaré sus ojos. Esa marca clara, nitida y precisa, que no mentía, y que distinguía y definía por
igual a sus hermanos, inconfundibles esos ojos que mantendrá bien
abiertos esa hermana que los sobrevive. Y ojalá que sea por muchos
años, porque en los suyos los seguiremos reconociendo.
A
ella, y a mi madre -que pierde otro pedazo de su alma, tan seguidos-
las tendré esta tarde bien presentes. Mientras los creyentes rezan
por que el dios de la tía Gloria la acoja en la suya. Sabiendo que
no dará una mala noche, ni una queja, y que será el silencio -¡qué
le vamos a hacer!- su eternidad.