Llegará
el día en que Paula, mi hija, tendrá que mirar entre mis papeles,
hurgar en ese revoltijo que, quieras que no, es parte sustancial de
mi memoria, porque por más vueltas que le demos a las cosas, es en
los papeles donde se guarda la vida.
Y
cuando llegue el día encontrará, bien protegido, un calendario,
plegable a modo de tríptico, que es la silueta recortada de las
figuras de El abrazo, el cuadro de Genovés que simboliza como
ninguno la reconciliación, esa aspiración que, de ser inicialmente una consigna del
viejo PCE pasó a constituir una pasión común de los españoles
que querían mirar al futuro libres y en democracia.
Lo
editó precisamente el PCE, sin siglas -claro está- ni distintivos,
como medio para recaudar fondos para los presos y obtener recursos
para las campañas por la amnistía, ilegal por entonces el Partido y
empezando a asomar la cabeza cada vez más públicamente. Iniciando
por entonces la cuenta atrás para quitarse definitivamente el manto
de la clandestinidad.
Y
digo esto porque ayer me llegué hasta Madrid para asistir al
homenaje a los abogados laboralistas ahora que se cumplen 40 años
del asesinato de aquellos -entonces camaradas- que se encontraban en
el despacho de Atocha, 55. Un viaje que lo era también a mi pasado,
a aquella noche triste que dedicamos a localizar a los que estaban
más expuestos para, si era el caso, procurarles un refugio seguro.
Y
fue también el homenaje a Juan Genovés, el pintor. Y el reencuentro
con muchos, con muchas, incluidos algunos con los que mantengo
intacto, diferencias aparte, el hilo del afecto. El abrazo de Juana,
tantos años sin vernos, fue quizás el más entrañable de la noche.
Enrique
Lillo, el abogado laboralista más citado en la literatura que hace
al caso y el más modesto y natural de los que conozco, hizo un buen
discurso, yo diría que el mejor. Sin retóricas, y al grano, señaló
con lucidez los espacios -unos nuevos, viejos otros- todavía opacos
y refractarios a la democracia en nuestra España de hoy. Para, hoy
como ayer, recordarnos la obligación de pelear con inteligencia por
derrotarlos y desterrarlos.
Como
hicieron, cuarenta años ya, aquellos que no queremos que sean solo
historia. Los que son ejemplo de que la democracia no resultó de un
pacto escondido en los despachos sino del empuje de los trabajadores
con sentido de clase.
A la
vuelta, ya en el tren, me vino a la memoria una sentencia y un enredo
al que llevo dando vueltas hace semanas. Y me puse a escribir.
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