lunes, 13 de abril de 2015
y grass
1937
Nuestros juegos en el recreo no acababan al sonar la campanilla, sino que, bajo los castaños y delante del edificio bajo de los retretes, llamado el Meadero, continuaban al recreo siguiente. Luchábamos entre nosotros. El Meadero, contiguo al gimnasio, servía de Alcázar de Toledo. Es verdad que el hecho había ocurrido un año antes, pero en nuestros sueños escolares la Falange seguía defendiendo heroicamente aquellos muros. Los Rojos atacaban una y otra vez inútilmente. Sin embargo, su fracaso había que achacarlo también a la falta de ganas; nadie quería ser rojo, yo tampoco. Todos los colegiales queríamos desafiar la muerte al lado del General Franco. Finalmente, algunos chicos mayores nos repartieron por sorteo: con otros de diez u once años, me tocó ser rojo, sin que pudiera sospechar el significado posterior de aquella casualidad; evidentemente, el futuro se insinuaba ya en los patios de recreo.
De forma que sitiábamos el Meadero. Eso exigía algún compromiso, porque los maestros que vigilaban cuidaban de que grupos neutrales de colegiales, y también de combatientes, pudieran hacer aguas al menos durante períodos de tregua convenidos. Uno de los puntos culminantes de la lucha era la conversación telefónica entre el coronel Moscardó, comandante del Alcázar, y su hijo Luis, al que los Rojos habían hecho prisionero y amenazaban fusilar si la fortaleza no se rendía.
Helmut Kurella, un chico de doce años de cara de ángel y voz en consonancia, hacía de Luis. Yo tenía que imitar al comisario rojo Cabello y pasar a Luis el teléfono. Su voz resonaba clara en el patio: “¡Papá!”. El coronel Moscardó: “¿Qué ocurre, muchacho?”. “Nada. Dicen que me van a matar si el Alcázar no se rinde.” “Si fuera así, hijo mío, encomienda tu alma a Dios, grita ¡Viva España! y muere como un héroe.” “Adiós, papá. Un beso muy fuerte.”
Eso decía el angelical Helmut, haciendo de Luis. Y entonces yo, el comisario rojo, al que uno de los chicos mayores había enseñado el grito final de “¡Viva la muerte!”, tenía que fusilar al valiente muchacho bajo un castaño en flor.
No, no estoy seguro de si era yo u otro quien se encargaba de la ejecución; pero hubiera podido ser yo. Luego seguía la lucha. Al recreo siguiente volábamos la torre de la fortaleza. Lo hacíamos acústicamente. Pero los defensores no cedían. Lo que luego se llamó guerra civil española se desarrollaba en el patio de recreo del instituto Conradinum de Danzig–Langfuhr en un solo acontecimiento repetido sin cesar. Naturalmente, al final ganaba la Falange. El asedio se rompía desde fuera. Una horda de chicos de trece o catorce años atacaba con especial violencia. Luego, el gran abrazo. El coronel Moscardó recibía a su libertador con la frase que se ha hecho famosa: “Sin novedad en el Alcázar”. Y a nosotros, los Rojos, nos liquidaban.
De esa forma, hacia el final del recreo se podía volver a utilizar normalmente el Meadero, pero al siguiente día de clase volvíamos a repetir el juego. Esto duró hasta las vacaciones de verano del treinta y siete. En el fondo, hubiéramos podido jugar también al bombardeo de la ciudad vasca de Gernika. El noticiario alemán nos había mostrado en el cine, antes de la película, el ataque de nuestros voluntarios. El 26 de abril la pequeña ciudad quedó reducida a escombros y cenizas. Todavía hoy oigo la música de fondo bajo el ruido de los motores. Pero sólo se podía ver nuestros Heinkel y Junker en aproximación–picado–ascensión. Parecía como si estuvieran entrenándose. No daba para un hecho heroico al que se pudiera jugar en el recreo.
(Günter Grass, Mi siglo, 1999. Traducción de Miguel Sáenz)
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