miércoles, 4 de febrero de 2015

hablar

Torturar el lenguaje, buscar que las palabras digan lo que no son para -en lugar de iluminarla- enmascarar la realidad y hacer de la mentira verdad, es práctica de ya larga tradición y tiene acreditados maestros. De triste memoria aquel ministro nazi de la propaganda que acabó vendiendo las derrotas de sus ejércitos como repliegues ofensivos sobre la retaguardia y a punto estuvo de ganar en la radio y los noticieros la guerra que iba perdiendo en los campos de batalla. Más caseras, las retóricas imperiales de los fascismos propios o cercanos que decretaron la inexistencia de los obreros borrando la palabra y convirtiendolos en productores (hoy, reviviscentes los ideólogos de antaño, mutados en emprendedores asalariados de sí mismos y ya sin amo ni patrón) y hasta consiguieron, sumando la cárcel y la violencia a las argucias que permite la semántica, la desaparición de las huelgas, esos ceses temporales de la producción de tan incierta autoría como hambre garantizada.
Estos tiempos de hoy vienen marcados por ese lenguaje torturado que trata de ocultar bajo el ropaje noble de la palabra austeridad el dolor y el sufrimiento que está provocando la alianza del capitalismo más depredador con la corrupción que envilece la política. Que llama reformas a las acciones de expolio sistemático de bienes y servicios públicos y a la negación de hecho del ejercicio de derechos fundamentales. Que es capaz -Cospedal mediante- de titular como Plan de Garantía de los Servicios Básicos al que fue, llanamente, el recorte de recursos materiales y humanos que ha diezmado la sanidad y la educación públicas y convertido en un espantajo la atención a las personas dependientes.
Pero la novedad más actual, y dolorosa, quizás sea la de esa prisión permanente revisable con la que los que nunca celebraron la supresión constitucional de la pena de muerte han rebautizado la cadena perpetua que abolió la Constitución del 78. Buen asunto para que lo exploren los que defienden que el lenguaje no solo describe la realidad sino que es capaz, ademas, de crearla.
Y llegados a este punto, el partido que acuñó aquel eslogan que identificaba socialismo con libertad -y en cuyo censo me encuentro- acaba de poner su firma (y descubrir casi simultáneamente las dificultades para explicar tal desafuero) en un pacto que persigue incrementar la eficacia en la lucha contra los terrorismos de nueva marca amenazando con una condena de por vida a quienes están convencidos de que la muerte -la propia, y más si en compañía de algunos no creyentes- los conduce directamente al paraíso.  
El caso es que los que dicen estar en contra de la cadena perpetua que no quiere ser llamada por su nombre acaban por aceptarla poniendo su firma en tal acuerdo y anunciando, para mayor confusión de un personal ya de por sí perplejo, que de inmediato invocarán la Constitución para tratar de anular una pena de esa naturaleza.
Hablar -me repiten estos días- hace daño al partido. Sus razones tendrán, dicen unos. Otros, más intrépidos, hasta se sirven del símil del general y los soldados (el que manda, los que obedecen...) Y yo, que sé que sin ética no hay política, puedo hasta aceptar -como me dicen los más cercanos- que no es tiempo de renuncia ni de mudanza.  
Ni tiempo de silencio.

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