Choque en Italia entre maneras distintas de
entender la democracia, que tiene que recuperar su sentido añejo de
poder del pueblo. Siendo así, tan legítimo es defender la democracia
representativa como apostar por la democracia participativa. O por
ambas, sin reduccionismos.
No creo que sean excluyentes, y es urgente encontrar nuevas reglas de juego para que, celebradas las elecciones, el pueblo no
quede enmudecido, callado, como muerto. Resignado y obediente a
decisiones que ya no son suyas, expropiado de su capacidad de poder, de
su voluntad.
Con Marx aprendí cómo la alienación se puede extender a
la política: cuando aquel a quien eliges para que te represente por un
tiempo se convierte no en tu servidor temporal sino en tu amo, a veces a
perpetuidad. Un acto tuyo, expresión de tu libertad, se convierte en tu
propia negación, de modo que ya no te perteneces: extrañado quedas,
fuera de ti en otro. En otro que se vuelve y actúa contra
ti. Ajeno de ti, dejas de ser tú y tuyo para ser de y en otro.
La soberanía, dice la Constitución -la española- reside en el
pueblo, 'del que emanan los poderes del Estado'. Que las Cortes
Generales representan al pueblo español, pero no que sean el pueblo ni
que puedan suplantarlo o negarle su voz.
Restablecer el genuino
sentido de la democracia es hacer conscientes a los electos de que
tienen un encargo tan solo: el de representar -sin sustituirlos- a los
ciudadanos que les han confiado sus votos para hacer justamente aquello a
lo que se han comprometido, y nunca otra cosa.
Sin sustituirlos. Y, claro está, sin someterlos. Que nunca un soberano, el pueblo, puede ser sumiso. Por definición.
Cruzar y mezclar, enriquecerse con ambas formas de ejercicio de la
democracia, que también es delegar sin renunciar, es quizás una forma de
remozar y reforzar ese vínculo tan especial que nos hace libres y nos
debería hacer iguales.
La democracia. Mejor cuanto más directa. Más débil, y como extraña, si diferida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario