'Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable
como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a
nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario.
Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer,
todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener
acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental del cuerpo,
siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién,
que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de
sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del
funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se
conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia,
y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar.
Además no es solo la mano la que conoce la mano: también los labios
conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia,
una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una
comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras
se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del
brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las
Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo
de una mujer no tiene puertas, como el mar.'
(Julio Ramón Ribeyro, en Prosas apátridas)
¿y qué decir...?
ResponderEliminarque me encantó, estaría bien, quizá.
un beso
dmh: extraña, y tentadora, esa idea del cuerpo como inabarcable y sin fin. Sin puertas, como el mar, allí donde perderse (en todos -y con todos- los sentidos) y no encontrar la salida. Una tarea de por vida. En fin... Besos.
ResponderEliminarLas manos...
ResponderEliminar¡y qué decir del roce suave, caluroso y discreto de unas manos!
Delicioso texto. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarSaludos