
Dudamel es capaz de recoger el sonido en el extremo de su batuta y darle orden. De ensancharlo, de hacerlo crecer, de adormecerlo hasta casi apagarlo. Consigue que salte y ría, que se vista de baile y exalte de alegría. Que se serene y se ponga a veces, de tan quieto, cabizbajo. Para, sin tregua, alargarse y volver a danzar ágil y vivo por toda la escena. El sonido que hacen crecer, casi carnal, con sus cuerpos y con sus almas, los jóvenes músicos bolivarianos. Denso, como que se pudiera tocar. Y tenue, como el cristal de esa nota casi imposible.
Me vine con una de esas que bautizó como giacca de la fortuna una de las asistentes al concierto. De amarillo, rojo y azul. De Venezuela.
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